Canto por la eterna juventud

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Por Rodrigo Islas Brito

Youth (Italia- EUA, 2015) es historia de gente que se la pasa pensando en el futuro simplemente porque no se puede ver en él.

Sin alcanzar la perfección conceptual nostálgica- antropológica de su anterior filme, La grande belleza, el italiano Paolo Sorrentino realiza una especie de oda a los amores que duelen y a los tiempos que se perdieron o que simplemente nunca se terminaron de lograr.

Fred Ballinger (Michael Caine) y Mick Boyle (Harvey Keitel) son dos amigos otoñales que cada año vacacionan en un balneario para ricos en la bella y neutral Suiza, y que hoy tratan de desentrañar que fue lo que salió mal con consumadas y consumidas existencias, mientras que el segundo intenta desesperadamente levantar una película a la que califica como su testamento, y el primero hace por determinar qué es lo que realmente nunca le ha gustado de estar vivo, al tiempo que un emisario de la Reina de Inglaterra intenta convencerlo desesperadamente para que vuelva a tocar algunas de sus más grandes composiciones.

Sorrentino aplica aquí su estilo episódico de viñetas que se conectan y desconectan al ritmo del capricho de un recuerdo, de una sensación, de esa permanencia infernal que destila la certeza de lo que nunca fue.

Una Miss Universo que sabe distinguir entre la ironía y la frustración (Madalina Ghenea) un falso Maradona abotargado que sueña con barreras de castigo (Roly Serrano), un actor sensible al que le caga que lo sigan identificando con un robot (cumplidor Paul Dano), una cuarentona furiosa con su padre que nunca la peló y con su marido que ahora ya no la pela (estupenda Rachel Weisz) y una veterana y vulgar deidad hollywoodense que no se arrepiente de haberse acostado con los productores con los que se tuvo que mochar (salvaje y vital Jane Fonda) , son solo algunos de los caracteres que Sorrentino congrega a manera de coro griego de la nostalgia de la infelicidad.

Los personajes de Youth no recuerdan buenos tiempos, ni se esfuerzan por embellecerlos, pues solo aceptan que hicieron lo que pudieron, con lo que tuvieron. La nostalgia de Sorrentino, contraria a las nostalgias bonitas y vivenciales del tipo Cinema Paradiso de su compatriota Giuseppe Tornatore, no está aquí para redimir a nadie.

Su búsqueda del pasado sólo es el camino para una genuina aspiración de morir congruente y poderla palmar en paz, a esto se significan en gran medida las dos interpretaciones principales de dos guerreros de mil batallas en estado de gracia.

Caine, con su cenit de viejo cockney intacto, es simplemente perfecto en su rol de compositor retirado que realmente nunca ha podido querer bien a nadie. Su cara de palo se adecua como una biblia a la humanidad de un tipo de espíritu gris que no sabe todavía muy bien cómo llegó a ser tan viejo.

Keitel por su lado, alejado de esas películas en las que siempre le toca ser el demente, ofrece la contraparte, en su papel de cineasta rebelde que quiere decir todas las enormes y bellas cosas antes de morir en un mundo del que reconoce su abierta proclividad siempre a romper almas , corazones y espinazos.

Es en torno a estas dos maneras de mirar la vida como Sorrentino construye en base a ideas que se sueltan de todos lados, un universo de la extemporaneidad del deseo (sexual, psicológico, moral) como combustible de una vida que tarde que temprano se ha de apagar.

Algo destartalada en el entramado que la edifica, Youth es una de esas cintas que te condenan como espectador a abrir los poros de tu alma, e incluso, si todavía existe el chance, de tu entendimiento.