Columna Fogonero: Los 86 años del hombre sin nombre

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Por Rodrigo Islas Brito

Clint Eastwood cumplió 86 años hace dos días. El hombre sin nombre, el Rubio, el hijo de un Dios furioso con cara de Harry Callahan y su pistolón facha de cañón recortado que le pregunta a un punk motherfucker con revolver tirado en el regazo, si hoy se siente con la suficiente suerte como para levantarlo.

Hace unos años un amigo me preguntaba sin Clint Eastwood, ese vaquero o policía sesentero y setentero con mirada torva y expresionismo en cero, podía ser otra cosa que no fuera un antecedente caucásico y white trash de Vin Diesel y sus vehículos de acción e infaustos excesos de testosterona.

“Clint Eastwood es tu padre y unos de los mejores directores vivos del cine americano” le aclare a mi chancero colega, para posteriormente empezar a rememorarle casi todos los eventos y desvíos que ha tomado la carrera del originario de San Francisco California, que una vez declaró, fiel a la honestidad y pragmatismo que ha definido su carrera, que nada cambiaria de su carrera, porque si algo se modificaba, tal vez lo siguiente no hubiera salido tan bien.

Fue en 1964 cuando un aventurero italiano llamado Sergio Leone encontró en un Eastwood de 34 años al protagonista para su western con historia fusilada del Yojimbo de Akira Kurosawa, titulado Por un puñado de dólares, que planeaba filmar en Almadia, España.

El actor tenia por antecedentes solamente el haber extreado durante casi una década en películas de monstruos serie B, y ser el titular de una serie de televisión de vaqueros, Rawhide, donde interpretaba a un buen muchacho americano con arma al cincho.

Ni a Leone le agradaba mucho Eastwood, ni a Eastwood le agradaba mucho Leone, pero el spaguetti western que filmaron fue un trancazo, propiciando el advenimiento de una trilogía (Por unos dólares más, 1964, y El bueno, el malo y el feo, 1966) que redefinió el concepto de brutalidad en el género western, con historias donde los tipos sanguinarios, cínicos, traicioneros y curtidos en el polvo del desprecio no eran los malos, sino simplemente los protagonistas.

Este éxito financiero de la trilogía de Sergio Leone llevó finalmente a Eastwood a ser estrella en un Hollywood que hasta entonces no lo había tomado demasiado en serio. Donde las águilas se atreven (1968) y El botín de los valientes (1970), ambas del artesano Brian G Hutton, fueron ejemplos de vehículos de acción que se adecuaban a un Eastwood que solía disparar mil veces más de lo que hablaba.

Hasta que en 1971 llegó Harry el sucio, cuarta colaboración del histrión con el capital cineasta Don Siegel, al que le aprendió casi todo, y que significó la consagración del actor como ente de taquilla.

Su encarnación de un detective pobre diablo, malhumorado, que no le cae bien a nadie y cuyos compañeros policías tendrán la propensión de terminar baleados o explotados en las siguientes cuatros películas que sobre el personaje se hicieron, lo convirtió en un poderoso de la mal llamada meca del cine.

En 1971 filmó también aprovechando una cláusula contractual que la Universal no vio venir, su primer filme como director, Escalofrió en la noche, una muestra de la habilidad e imaginación que el cineasta desarrollaría para la puesta en escena cinematográfica en los siguientes años, vía el relato de un locutor de radio que se sorprende amado en demasía por una fan que al final lo quiere ver sufrir.

Al tiempo en el que desarrollaba su función de actor taquillero también iba ganando confianza como director. Breezy (1973) por ejemplo, es la primera cinta que dirigió y que no protagonizó, donde el cineasta contaba con toda la convicción posible la imperfecta historia de amor entre un algo resignado empresario otoñal (el magnífico William Holden) y una impaciente chica hippie (Kay Lenz) con una sensibilidad tan autentica, que uno pensaría que no podría tratarse del mismo tipo que le dio vida a auténticos hijos del averno inexpresivo, como el despiadado vaquero sin nombre, o el vigilante chocarrero y justiciero, Harry Callahan.

Después vinieron vehículos de lucimiento en los que se dirigió a si mismo (tal vez en ese aspecto el cineasta mejor dotado de la historia del cine) como esos tres westerns repletos de dolor, fantasmas, madrizas, misticismo, histeria y amargos regresos sin gloria, Infierno de cobardes (1973) , El fugitivo Josey Wales (1976) y El jinete pálido (1985) .

Seguidos de cintas más reflexivas, dramas de personajes que no podían encajar en ningún lado que no fuera su propio infierno y su desgracia personal. Ruta suicida (1977) apoteósico recuento sobre el escape de un poli borrachales con una prostituta de hablar duro, en la que la desternillante secuencia de una casa cayéndose a balazos como un Mack Sennet drogadisimo, queda patente como la primera gran muestra del agarre del cine eastwoodniano, Bronco Billy (1980) fabula a lo Frank Capra post-Vietnam que amable cuenta los embates del encuentro de una suicida que nunca puede terminar de tragarse sus pastillas (Sondra Locke) con una tropa de cirqueros que solo aspiran a robarse un tren.

Honkytonk man (1982) responso por un cantante de country moribundo (una de las más sentidas actuaciones del histrión) que en plena Gran Depresión va de aquí para allá buscando que alguien se grabe su nombre antes de que una tos sangrante termine por aniquilarlo, Cazador blanco, cazador negro (1990) la biografía no autorizada del cineasta John Huston de la vida real (probablemente otro de los referentes cinematográficos que se pueden encontrar en la filmografía de quien nos ocupa) que prefiere cazar elefantes antes que desentrañar su propia misantropía que siempre, aunque no lo quiera, está buscando la esperanza.

Y por supuesto, Bird (1988) segunda cinta que el histrión dirigió y en la no actuó. Tremendo y poderoso biopic del saxofonista jazzero Charlie Parker, con una actuación sobrehumana de Forest Whitaker, que a través de un plato de batería que vuela por los aires establece el equivalente al sincope perfecto, revelando a un Eastwood de vena y pausas jazzísticas, que explican en mucho la solvencia y sabiduría de su cine.

“Curiosa cosa matar a un hombre, le quitas todo lo que tuvo y todo lo que pudo tener”, es lo que dice el matón resucitado tres veces William Munny en Los imperdonables (1992) el reencuentro de Eastwood con el western y la obra maestra definitiva que el cine gringo requería sobre el arte arrepentirse y volver a lo de antes.

Con un guion de paradojas y parábolas, a cargo del enorme David Webb Peoples, Eastwood compone un caleidoscopio sombrío, épico y desmitificador de los más chabacanos conceptos de hombría y valentía.

Los protagonistas de este Sin Perdón, solo buscan vivir en paz, pero no pueden dejar de joderla en el intento. Pistoleros leyendas que en realidad son unos mediocres, jóvenes buchones que a la hora de la verdad están medio ciegos y solo pueden matar a un hombre cuando lo agarran cagando, villanos desalmados y golpeadores que en el fondo solo quieren acabar de construir el pórtico de su casa como Dios debe.

Eastwood redefine en este meditabundo viaje iniciático y mortuorio, los conceptos cinematográficos de profundidad moral y psicológica en los personajes. Donde nadie es tan malo, ni tan bueno, sino que todos son unos hijos de un Dios menor que solo aspiran a sobrevivirla y contarla en un mundo de contornos tenues, neutros, caníbales y grises. En un mundo decididamente triste, que Eastwood dedica a sus dos maestros, Don (Siegel) y Sergio (Leone).

Esta complejidad de la tristeza del director llega también a otra de sus más grandes y más menospreciadas obras. Un mundo perfecto (1993), la historia de Butch Haynes (el mejor Kevin Costner posible), fugitivo sin padre que escapa de prisión con un pequeño niño mormón de ocho años, hijo de madre soltera, en un viaje en el que él no puede dejar de ser un psicópata y el mundo no puede dejar de ser tan increíblemente hermoso, como lo ejemplifica esa primera y última secuencia de Haynes, recibiendo el aire en la cara en un verde prado, con billetes de 20 dólares volando en cámara lenta y un hoyo sangrante en la panza.

Eastwood también le jugó a presentarse como el enamorado trágico de Los puentes de Madison (1995), o el reportero adultero y en quiebra que trata de salvarle la vida en un solo día de tortuosas investigaciones a un condenado a muerte, la vibrante Crimen Verdadero (1999), todo hasta llegar a las dos cintas que conforman su paraíso de obras maestras.

Río místico (2003) recuento de herencias malditas en barrios mafiosos, donde los niños son levantados por tipos que solo quieren dar la vuelta, y hombres familia son desaparecidos por un río que ha de llegar a lavar todos los secretos y todos los crímenes.

En lo que al principio parece ser un thriller tipo quien es el asesino, Eastwood construye una apasionante reflexión sobre las que parecen ser sus dos principales obsesiones creativas; la existencia del pasado como una piedra que tarde que temprano ha de jalarnos a ese abismo que no podemos ver, y la calidad de dioses en ruinas que se expande en personajes que aun en la oscuridad más profunda han de terminar con una salvaje nota de discordante esperanza , como alguien que sabe que debe morir, para vivir y continuar de nuevo.

Esta vena entre religiosa y profundamente humanista, se manifiesta en la segunda mejor película del Clint Eastwood director, Cartas desde Iwo Jima (2006) el relato de las vidas de un pelotón de jóvenes soldados japoneses que han de defender durante la Segunda Guerra Mundial, el diámetro de una isla en la que bien saben que van a terminar enterrados.

Conjugando una serie de caracteres vibrantes y poéticos, Eastwood parece de repente ser un cineasta japonés filmando en japonés, comprendiéndolo todo y descifrándolo mejor.

Monumental, sangrante, estas cartas de japoneses que no son los clásicos estereotipos chillantes prestos al harakiri más estrambótico de la generalidad del cine gringo, ejemplifican como nadie, esa pausa de piedad, de bondad, de esa cotidianidad y amor en las pequeñas cosas que antecede al estallido, al Apocalipsis, a la muerte. Increíble que Harry Callahan haya llegado a ser tan sabio.

A sus 86 años Eastwood parece tener el brío para seguir filmando otros 86 años más. La nena del millón de dólares (2004) por ejemplo, puede pecar de cine melodramático y sentimental. Pero también es la muestra de lo que es capaz un cineasta de atura cuando se da a la tarea de escarbar en las raíces del género y colocarse en sus antípodas.

El intercambio, historia de una madre que busca a su hijo aunque tenga que ir a la cárcel por eso y Gran Torino (ambas del 2008) seguramente el testamento del Eastwood actor en su papel de anciano racista mal geniudo que es capaz del sacrificio más sublime, son muestras de que el oficio del hombre rubio sin nombre es ya un abrevadero sin límites.

Al no ser el límite que la propia ideología conservadora y reaccionaria, tipo Harry el sucio, de la ancianidad del cineasta impongan, como pasó con la cinta más taquillera de su filmografía como director, Francotirador (2014) especie de apología de la guerra de Irak y Afganistán, que en la comprensión que el director trata de hacer , en su esfuerzo de diseccionar la psique de un héroe de guerra de la vida real que ha ejecutado a más de 300 personas, pareciera que al final a la cinta la financió el Pentágono.

Sin embargo, estos claroscuros también entran dentro del universo de sinceridad infinitamente terrenal de un cineasta único, que inició su camino como cuatrero y poli reaccionario, y que después hizo por construir su propia escalera a los confines y asegunes que rodean a cualquier experiencia que se signifique humana.

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