Existe una nena que ha hecho perder la cabeza a genios modernos de la talla de Umberto Eco, Gabriel García Márquez y Mario Benedetti. Una heroína infantil que desde el áspero papel del periódico Primera Plana clamaba por la protección de la infancia y el no a la guerra. Una hippie disfrazada de inocencia, una rebelde miniatura, una mocosa contestataria que ha robado corazones desde hace cincuenta años.
Aunque Los Beatles ya no suenen en la radio y los titulares no hablen del Mayo francés, Mafalda es atemporal y las nuevas generaciones se niegan a considerarla un símbolo caducado. Los años sólo pasan por los desvencijados once libritos que coronan estanterías en todos los rincones del mundo. Como dice Leila Guerriero, “no es un espectáculo para sensibles”, pues las hojas desteñidas y las tapas agrietadas han perdido toda la viveza de antaño. No así la ironía, tan incombustible como el propio dibujito.
Aprovechando la celebración de sus cincuenta primaveras, la Unesco ha reconocido la creación de Quino como estandarte del Día del Libro. Desde su sede en París han querido homenajearla con una exposición sobre “la célebre niña pacifista e inconformista”. Así, el 23 de abril se acentuará el carácter internacional de Mafalda, cuyas historietas han sido traducidas en más de treinta idiomas.
Electrodomésticos y feminismo
El origen del mito resulta ahora toda una paradoja. En 1962, Quino recibió una oferta para orquestar la campaña publicitaria de la cadena de electrodomésticos Mansfield. Las tiras del dibujante asomaron por primera vez para representar la idea de familia feliz alrededor de las tareas del hogar. Pero el humor ácido se impuso sobre los tópicos caseros. El gran problema de su creador entonces fue que no conocía apenas a su criatura, pues se encontró con el boceto de una marca privada sin alma alguna.
Dos años después, Joaquín Salvador descubriría en el feminismo el ingrediente del éxito. Mafalda sería la crítica agresiva del papel de ama de casa de su madre y de los sueños ultraconservadores de su amiga Susanita. La niña que lee y escucha las noticias, descarta lo frívolo e imagina un futuro como influyente intérprete de la ONU. Vamos, que rezuma personalidad por sus cuatro bidimensiones.
En ese 1964, las aspiraciones de Mafalda y de Quino empezaron a fluir paralelas, para lo que resultó necesario crear un microcosmos de guardería donde la niña preguntona pusiese en jaque al mundo adulto. Y así aparecieron sus inolvidables acompañantes: Manolito -el “gashego” enamorado de Rockefeller-, Susanita -frívola y madre en potencia-, Felipe -el soñador-, Libertad -su carácter ocupa el doble que ella-, Miguelito y Guille -¿pod qué?-. Todos ellos son los amigos y herederos de Quino, y la estampa de la Argentina más visceral.
Sin embargo, para darles un contexto, Quino no necesitó más cantera de inspiración que los noticieros de los años sesenta. Su deslenguada protagonista opinó sobre la guerra de Vietnam, el asesinato de Kennedy, la carrera espacial y el psicoanálisis. Sólo calló tras el golpe de Chile, cuando la censura le impidió seguir preguntándose “¿Y no será que en este mundo hay cada vez más gente y menos personas?”.
La Quinoterapia
“Después de leer a Mafalda me di cuenta de que lo que te aproxima más a la felicidad es la ‘Quinoterapia'”, decía el recordado Gabriel García Márquez. Porque Mafalda sirve tanto a los que vivieron en la Argentina de los sesenta, como a los que la leen en este mismo instante al otro lado del Atlántico. Comulgamos con el desencanto de la niña de seis años porque, como dijo Julio Cortázar, “no tiene importancia lo que pienses de Mafalda, lo importante es lo que Mafalda piense de ti”.
La Quinoterapia se extendió como la pólvora por todo el mundo, en gran parte gracias a los traductores de la obra. Por ejemplo en Italia, los mafaldólogos simpatizaron gracias a la mano del filósofo Umberto Eco, quien la definía como “una heroína iracunda que rechaza al mundo tal cual es, reivindicando su derecho a seguir siendo una niña que no quiere hacerse cargo del universo adulterado por los padres”.
Lo mismo ocurrió en otras partes del globo, incluso en la criticada China comunista. Aunque, para desgracia de sus seguidores internacionales, Mafalda no es el Mickey Mouse de su artífice. Según el dibujante es un trozo de papel que suda tinta y que le salió excepcionalmente bien.
Pero, seguramente, para los padres argentinos fue un caballo de Troya que detonó muchas preguntas incómodas sobre el gobierno de Perón, Fidel Castro o los derechos humanos. Y para los españoles fue el Buenos Aires más tangible al que se podía aspirar: el olor de los panqueques, el sabor endemoniado de la sopa, la tienda de comestibles de Manolito, el barrio de San Telmo y el quinto piso de la la calle Chile 371.
Lo sentimos por Quino, pero para todos los que recorrimos la ciudad porteña en sus zapatones, Mafalda es sabiduría liviana y un oasis de Quinoterapia.