Del sueño americano al infierno mexicano

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Los labios de Teresa se curvan del dolor al recibir la noticia: “Hoy no va haber shower”, las palabras brotan torrenciales, y la mujer de cabellos casi transparentes se desploma lentamente como las hojas de los árboles durante el otoño.

Se tira a ras del piso, con las rodillas dobladas y repegadas a su pecho. Lleva sus manos ennegrecidas al rostro, se tapa la boca y después llora hasta vaciar sus ojos.

“¡No sé dónde me voy a bañar; ay no, me siento muy mal, tengo mucha vergüenza! No tengo espejo para ver cómo me veo, me imagino que muy mal”, exclama.

Pero Teresa desconoce que se ve bella. A pesar de que lleva un vestido azulado salpicado de flores, tieso y jaspeado de mugre. Incluso, las zapatillas color rojo que encontró entre la basura combinan con sus mejillas rosadas.

—“Mírate Tere, te ves bonita, tu suéter rosa te va muy bien”, le muestro el video que estoy grabando y por un momento se limpia las lágrimas y lanza una sonrisa.

Teresa tiene los labios marchitos y la cara ennegrecida, porque durante la noche anterior recargó su rostro sobre un cartón que utilizó como almohada bajo un puente. Ella es ciudadana estadounidense, hija de padres italianos, que ahora vaga por las calles de Tijuana, una indigente que sólo quería bañarse en el “Desayunador del Padre Chava”.

El más grande de Latinoamérica

El alba sorprende a más de mil indigentes y los deja verse unos a los otros: pantalones llenos de miseria, sacos usados, mochilas desparpajadas al hombro o abrazadas como a un bebé. Rostros salpicados de mugre y arrugas tan pronunciadas como las grietas de la tierra.

Todos comparten algo en común: un número pintado con plumón permanente sobre su mano. Es el turno para ingresar al comedor de indigentes más grande de Latinoamérica: el “Desayunador Salesiano Padre Chava”, localizado en Tijuana y que funciona desde hace 15 años.

“La gringa”, “Güerita”, como la llaman otros indigentes, habla en inglés y lanza una que otra palabra en español. “I miss them so much, and it´s hard i don´t wanna be here. To be here is very different”.

Lo que Teresa dice es que quiere volver a ver a sus hijos, ya no quiere vivir como indigente en Tijuana; aquí la vida es muy diferente a la que llevaba en Estados Unidos. Comenta que sucumbió al delirio del amor, por un guatemalteco que fue deportado, y la depresión los llevó al consumo de drogas.

“Me siento con mucha ansiedad, estoy viviendo en la calle, a veces duermo 20 minutos porque no quiero estar dormida, no sé qué pueda pasar. No quiero que mis hijos se den cuenta cómo vivo porque teniendo todo en Estados Unidos, mírame aquí”, indica Teresa.

La vida de una indigente como Teresa comienza a las seis de la mañana. Camina hasta el desayunador. Después regresa a un puente a sentarse, mientras ve pasar las horas. “Se pasa el día y no hago nada, nada”, lamenta. Llega su turno y debe aprovechar, probablemente sea su única comida del día.

El olor azucarado del pan impregna la avenida Melchor Ocampo, en el centro de Tijuana. El aroma abre el apetito y adelanta que la comida es una delicia: en la cocina trabaja un chef que fue deportado de Estados Unidos, antes, brindaba sus servicios en grandes restaurantes.

“Comida con dignidad, con manteles, con café, con todo, porque son seres humanos”, dice Margarita Andonegui, coordinadora general del “Desayunador Padre Chava” y cofundadora desde 1999.

El gran edificio amarillo de tres pisos se divisa desde lejos, se ve desde la línea internacional con San Diego, por donde son deportados al día decenas de personas.

La calle se llena de migrantes deportados, a quienes las circunstancias los llevaron a ser indigentes.

En fila, uno tras otro, esperan la hora en que Margarita y los voluntarios den la señal para entrar a desayunar. Los carros pasan a su lado y las miradas groseras son obvias. Algunos se sienten más miserables en ese instante.

Un Cristo de unos dos metros de alto, envuelto en una túnica color crema, los recibe en la puerta con los brazos abiertos. Algunos hacen la señal de la cruz, otros, sólo entran apresurados. Buscan su mesa, decoradas con manteles alegres de diversos colores.

La historia del desayunador comenzó cuando a un sacerdote salesiano le diagnosticaron cáncer en fase terminal. Margarita recuerda que cuando llegó el padre Chava a Tijuana, al bajar de un autobús se percató que decenas de jóvenes dormían en el piso.

“Cuando se entera de que su vida se acaba en tres meses, me dijo: ‘no hice nada’. Entonces planeó invitar a desayunar a siete muchachos que vivían afuera de la oficina. Les dábamos taquitos, tortitas. Pero ese día el padre dijo ‘vamos dándoles un desayuno digno’”, relata.

El primer desayuno se realizó el 30 de enero de 1999 con 17 jóvenes, y desde entonces el proyecto del padre Chava y Margarita no ha parado. El clérigo vivió tres años más y Margarita lo atribuye —lo que llama milagro— a la motivación de atender el desayunador. Irónicamente murió el 30 de enero del 2002, tres años después.

Margarita asegura que a diario gastan hasta 14 mil pesos, que costean de la caridad de la gente. Mensualmente atienden a más de 30 mil indigentes. Algunos cálculos de lo que consumen al día son: 40 kilos de arroz, 40 kilos de frijoles, 70 kilos de carne, 100 kilos de papa, 100 kilos de tortilla, 7 kilos de café; 10 kilos de azúcar. Todo para unas mil 200 personas al día.

Sin distinción

En el desayunador no hay distinciones: indigentes en situación extrema, viejitos abandonados, adictos a las drogas y deportados.

“Esto es generado por una situación de migración que no se atendió en su tiempo, es gente que venía a emigrar, que llegaron aquí como trampolín para cruzar. Se están dando de topes: el sueño americano no existe, el infierno mexicano sí”, considera Margarita.

Los comensales son mexicanos, de El Salvador, Honduras, Guatemala y otros países latinoamericanos, principalmente, que quedaron varados en Tijuana.

Pero hay otros muy peculiares: estadounidenses como Teresa, que por seguir a su pareja sentimental se quedan en México. Derrotados por la nostalgia, se vuelven adictos a la heroína y después indigentes.

“Hemos comprobado que si tú no le das la mano a un deportado, lo detiene la policía porque anda deambulando, le quitan papeles, dinero, lo dejan sin identidad”, dice.

Margarita es tajante, asegura que con tantos años ya sacó un cálculo: a los cinco días un migrante que no es ayudado se convierte en un indigente. En un hombre que no se rasurará más, que no se cortará el cabello y se quedará en el limbo de los deportados: Tijuana.

Como Teresa, por las calles vaga Jorge, así dice llamarse. Se rehusa a hablar y primero afirma ser mexicano. Pero un tatuaje en su brazo se asoma: MS en letras pequeñas.

“Mara, sí, pero aquí todos somos mexicanos, acuérdate de no ser así, nos deportan, y yo no puedo regresar, me van a matar”, advierte.

Jorge es salvadoreño. Fue deportado luego de vivir más de ocho en Los Ángeles, California. Es adicto a la heroína, cristal, al speedball o la droga que vendan. Lo que lo mantenga en letargo para olvidar lo que dejó al norte y al sur. Pero hoy no quiere recordar, sólo quiere que lo dejen comer en paz, dice con una risa inocente. Come huevo ranchero con frijoles peruanos, café instantáneo y una concha. “¡Que se pudra el pasado!”, exclama.

Más tarde, él y Teresa volverán a postrarse debajo de un puente; Margarita, los voluntarios y el padre Ernesto Hernandez —encargado del lugar—, comenzarán a preparar la comida del día siguiente y atenderán de nueva cuenta a más de un millar de indigentes.