Como una especie de Moisés abriendo el mar negro con sus dos tablas de la fe en las manos, así es como lució el pintor juchiteco Francisco Toledo, desde lo alto del kiosko del zócalo de la ciudad de Oaxaca, en medio de un plantón magisterial-comercio ambulante semivacío de maestros, pero repleto de comerciantes, que ya desde temprana hora estaban haciendo lo suyo.
Toledo con libros en las manos y más libros en un cajón que colgaba en su regazo, celebraba el Día Internacional del Libro vendiendo publicaciones de su editorial Calamus, antes Ediciones Toledo (desde 1979), y había dicho que iría al plantón, para compartir algunas lecturas en voz alta con los maestros de la sección 22, sin embargo, en un plantón repleto de casas de campaña vacías y carpas desiertas, no encontró a nadie que quisiera hacerle segunda.
“Libros baratos, para todos. Ese es el mensaje “había dicho el pintor frente a una pléyade de reporteros, que le habían hecho sequito desde el IAGO hasta el Zócalo, pasando por las cinco calles del andador turístico de la calle de Alcalá.
“¿Y llevar la cultura a las calles?” le espeto un avispado reportero. Parco como siempre, Toledo solo se encogió de hombros.
Acompañado de su hija Sara López, Daniel Brena, director del Centro Fotográfico Álvarez Bravo y otros colaboradores de esa institución y del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, de los que dos de ellos lo seguían con altavoces anunciando la ganguisima de “¡libros baratos a cincuenta pesos!”.
“Ni cincuenta pesos he juntado en la semana.” Decía la atribulada señora que tiene su puesto de dulces y cigarros en la esquina de Morelos y el Andador Turístico, con el pintor alejándose de ella después de ofrecerle unos libros.
“Está muy fea la venta, pero mis hijos, a esos sí que les gustan mucho los libros.” Aclaraba la mujer mientras le encendía el cigarro a un reportero, que ante lo caliente del clima se decidió por algo que lo conservara igual.
Cuadras atrás, la directora de la Biblioteca Pública Central, Ruth Orozco, había salido a recibir a Toledo y su comitiva, haciéndola pasar frente a un pintor que no se decidía a hacerle caso. Finalmente adentro, la gente se aglomeraba y se emocionaba al verlo.
Toledo se rebeló como un éxito definitivo de ventas, con mujeres y hombres, lectoras y no lectores, girando a su alrededor, pidiéndole su autógrafo para el libro que acababa de venderles, saludándolo, arrimándosele , tomándose una foto con él.
“Es Toledo, ¿está regalando libros?”
“No, los vende” .
La cara de decepción de la bibliotecaria, que hizo la pregunta fue proverbial, como también lo fue el pegue popular de un pintor, al que últimamente parece gustarle cada vez más la gente. Francisco Toledo estaba en su elemento.
Afuera de la Biblioteca, un hombre con traje, al que algunos identificaron como subdirector del periódico Noticias, preguntaba a Toledo que libro le recomendaba, el maestro puso cara de que no entendía el chiste, frente a la insistencia de su cliente, Toledo mascó algunas palabras que no parecieron aclararle nada al hombre con traje. Aun así, compró tres libros.
Un paso en la dirección correcta, de Morten Sondergaard, Sospechosas compañías, de José Manuel Pintado, Ficticia, de María Baranda, y La Pantera de Marsella, de Guillermo Samperio, eran solo algunos de los títulos que ofrecía el pintor a los peatones, y que se podían ver en un triciclo que fungía como almacén de la comitiva literaria.
Todos con su pilón incluido, la edición de Esopo traducida al zapoteco, de la cual su artífice señaló que se tiraron diez mil ejemplares.
Adentro de la cafetería Brújula, tres europeos emocionados hacían cola para comprar su libro, su autógrafo y su foto con el pintor. Afuera, Sara López intentaba convencer a algunos reporteros de comprar un libro y aportar a la causa, todos adujeron problemas para llegar al final de la quincena.
Metros adelante en el andador, otros turistas con tipo de nacionales ignoraban olímpicamente a Toledo, como si se tratara de un ambulantee que se les acercó a vender collares.
Ya en el zócalo, un grupo de personas con el logotipo del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) le compraban dos libros diciéndole, “no te vayas a quedar con mi cambio, Toledo”.
Minutos después se identificarían como trabajadores de la institución mencionada, reconociendo la labor cultural del pintor y explicando, que si no se veía a maestros en su propio plantón en el zócalo, era porque estos se encontraban concentrados en diversas actividades y juntas, aunque no pudieron especificar ninguna.
Quince minutos antes Francisco Toledo se tomaba fotos con la manta de los 43 de Ayotzinapa y divertido posaba junto al pendón que exige la libertad del “luchador social” y líder del comercio ambulante, el encarcelado Adán Mejía.
A unos metros de él, un niño de no más de ocho años, cuya madre le había comprado un libro a Toledo, no sabía “quien era ese señor”.