Matar al mensajero (Kill the Messenger, 2014) es la historia del sacrificio del cordero, de ese que no vino a limpiar pecados, sino a descubrirlos y ser crucificado en el intento.
El relato del ascenso y caída de Gary Webb, un reportero de periódico pequeño de la vida real, que a principios de los noventas, sin quererlo totalmente, terminó sacando a la luz la friolera información de que la sacrosanta CIA vendió cantidades industriales de crack, para financiar sus campañas terroristas contra el supuesto socialismo en Nicaragua y buena parte de Centroamérica.
Crack quie, acomodó en barrios negros de Estados Unidos a los que implosiono desde adentro, destruyendo a generaciones de afroamericanos y potenciales subversivos.
Jeremy Renner en el papel principal da una catedra de sentido histrionismo, construyendo a un Webb que no supo en lo que se metió hasta que su vida quedo destruida cuando se lanzaron a destruir su nota.
La cinta de Michael Cuesta, creador de series de culto como la psicópata Dexter o la conspirativa Homeland, da un panorama bastante realista de los imposibles y las contradicciones de ejercer el cuarto poder en un mundo en el que el corrupto orden de las cosas se parapeta en el color de sus engaños y en el monopolio de su negociada impunidad.
Los mismos medios van por Webb, sus mismos patrones que una vez lo impulsaron, su misma editora que una vez lo apoyó, el mismo público que una vez le creyó.
Al final, Cuesta deja claro que el reportero puede ser el principio de la noticia, pero también su cariz más desechable.
El relato que hace a manera de thriller de la caída de Webb es duro de ver, doloroso. Porque uno sabe que aquel mensajero está solo, que su final es necesario para que las falacias que descubrió, sobrevivan.
Renner llena de pasión la debacle, plantándole cara a esas fuerzas que lo empujan a un vacío en el que lo quieren muerto o en su mentira.
Lejos quedaron aquellos recuentos comprometidos periodísticos tipo Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976) el recuento ficcionado del camino que Bob Woodward y Carl Bernstein siguieron para comprobar que el tipo que ocupaba la Casa Blanca en 1974, Richard Nixon, era un corrupto, mentiroso y un ladrón.
Haciéndolo con tal tino que aquel empoderado ladrón termino por renunciar.
Hoy, de acuerdo al mundo de honestidad agreste concertada por los grandes intereses que lo mueven todo y a todos, que la cinta y la realidad nos presentan , Woodward y Bernstein habrían terminado en una celda, acusado de daño moral contra un hombre “honesto.”
Al final, las comilllas a la palabra honesto también hubieran sido retiradas, desaparecidas, borradas y la respetabilidad hacia los villanos se hubiera impuesto por puro decreto.
Nada que no pase todos los días.