Los maestros oaxaqueños celebraron este quince mayo con una marcha sin incidentes y música de Banda.
Que si dan clases, que si no las dan, que si ya no tienen con ellos la vocación de la enseñanza, que si esta vocación en realidad es solo la falsa proyección de una sociedad hipócrita que pretende dejar en unos cuantos la misión formadora que debería convertirse en una tarea global.
Aristas para la labor magisterial las habrá siempre y recuerdos sobre las maestras y maestros que marcaron nuestras vidas, también. En mi caso nunca terminaré de mencionar a la maestra Araceli de quinto año de primaria, en cuyo pecho llore por una decepción académica, y que reportó a mi vida el primer recuerdo erotizante de mi vida.
O el maestro de matemáticas de secundaria al que le decían el Judas, básicamente por su alma, la cual siempre lo llevaba a calificarnos a todos de “maricones o pintados para el fracaso.”
El cine ha encontrado en la figura de la maestra y el maestro un pretexto para plantear historias sobre caminos largos y sinuosos, a veces idealistas en su descripción iniciación de las jóvenes conciencias y otras veces amargas en cuanto a los imposibles de cambiar inercias de esas que pavimentan el camino al infierno de buenas intenciones.
México tuvo su maestro ideal en Simitrio (1960), de Emilio Gómez Muriel, recuento lacrimógeno de un maestro decano y cegatónn llamado Don Cipriano (José Elías Moreno), al que los alumnos de una escuela rural engañan con la invención de un falso alumno con el que lo mismo se burlan de él, que lo manipulan.
Aunque al final, en la plena lógica del cine mexicano de moraleja, todos se darán cuenta de que el maestro ninguneado en cuestión es la luz de sus propios puertos.