Hace algunos días, pasé a formar parte de las estadísticas de quienes han sido víctimas de la delincuencia. A plena luz del día, mi casa fue “visitada” por ladrones. Di parte del hecho a las autoridades competentes dado que considero que es un deber ciudadano hacerlo, de paso evité engrosar la estadística de quienes no denuncian pues, de acuerdo a la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE 2014, INEGI), un 93.8% de los delitos que se cometen en el país no se denuncian o no se inicia una averiguación previa (la cifra crece al 94.8% en el caso de Oaxaca). Los hechos dieron pie a reflexión en tres aspectos:
I. Los extremos a los que hemos llegado. Sentir violentada la intimidad del hogar, nos equipara a miles de familias más. No quiero caer en lugares comunes. Y sin embargo, en el clima de hostigamiento y represión a la libertad de expresión, es al menos de tomar en cuenta que lo único que se llevaron los ladrones fueron mi computadora, mi Tablet y mi cámara fotográfica; justo los instrumentos de trabajo de quien se dedica a la academia y el periodismo.
Pese al desorden encontrado en casa no hubo más. En parte porque fue lo único valioso que había, pero llama a suspicacias, cuando menos, el desinterés por algunas cosas más a la mano de lo que se llevaron.
Es por eso que, en ese sentimiento de incertidumbre, hemos preferido acuñar al hurto como parte de una oleada de robos que se presentaron en el mismo día –al menos seis denuncias—, en distintos domicilios del área metropolitana de la capital estatal. ¿Hemos llegado al extremo de preferir ser víctimas de un robo de la delincuencia organizada que de un hecho de represión? Mal de muchos, ¿consuelo de tontos?
Y, hablando de lugares comunes, esta oleada se da justo en el contexto de la mayor presencia policial federal y estatal en la capital y zona conurbada de la que se tenga memoria. Como en el viejo chiste, en descargo de la policía, ¿es que fueron enviados a cuidar el orden, no a solucionar el desorden?
II. La respuesta de vecinos y amigos ha sido generosa y solidaria. En la colonia en que vivimos, en pocos días se ha gestado una creciente organización buscando prevenir y evitar más hechos delictivos –otros similares habían acaecido en los últimos meses. En contraparte, desde las autoridades hemos escuchado la retahíla de la responsabilidad que tenemos en nuestra propia seguridad; sin obviar que es necesario un incremento de medidas precautorias, el discurso parece una aceptación tácita de la debilidad del Estado en una de sus tareas sustantivas: la seguridad pública. ¿Hasta dónde quieren descargar ahora tal responsabilidad en la ciudadanía que tiene ahora que agruparse para vigilar su colonia y, en casos extremos habrá de defenderse e incluso atrapar a los maleantes? ¿Dónde nos perdimos de este rediseño estatal?
Se fomenta por un lado la organización vecinal y, de facto entonces, mecanismos de autodefensa, y, por el otro, se anatemiza y reprime ejercicios como las policías comunitarias –las establecidas por tradición de la comunidad, como los topiles en Oaxaca, no las guardias blancas que aparecen de esa forma escudados.
Y sin embargo, en hechos recientes también en un municipio circunvecino, pobladores reunidos en asamblea, ante la oleada de robos sufridos y la evidencia de sus autores, atraparon a los ladrones con un sinnúmero de artículos robados. Más tarde que temprano estos saldrían de la cárcel pues los vecinos no contaban con mandato judicial para tal acción; y el temor por represalias en su contra se ha incrementado. Se asemejan a las Estampas de Liliputh, con las que Escalante Gonzalbo ironiza sobre la omnipresencia del Estado.
III. Otro lugar común es decir que lo material poco importa, siempre y cuando no haya pasado a mayores. Una ambigüedad cierta ante la posibilidad de un mal mayor, pero que implica desajustes y pérdidas no sólo por lo hurtado, también de otras posibilidades que se cancelan ante la necesidad de restituirlo.
Pero aún más. El equipo robado concentra el trabajo intelectual –bueno, regular, pobre, como sea— de cinco años. Bases de datos, información, textos publicados y en proceso, archivos construidos tras largas jornadas de trabajo, datos conseguidos tras desgastantes tareas investigativas, reflexiones construidas en múltiples horas, en un sinnúmero de desvelos. Esa pérdida, ¿cómo se mide?, ¿cómo se recupera?
¿Material para plagiarios? Ellos lo hurtan de informes y textos públicos, lo que les cuesta es elaborar sus reflexiones propias. El material inédito, afortunadamente, había sido enviado a instancias arbitrales, por tanto no habría dudas de su autoría.
¿Y las emociones? Confieso que soy un sentimental que gusta tomar fotografías a diestra y siniestra de lugares visitados, de encuentros amistosos, de fiestas y tradiciones, de vivencias personales y familiares. Recordar es volver a vivir, dice el dicho, y a quienes tenemos la memoria limitada, nos place revivir los momentos a partir de esas imágenes. Cierto, uno no es sino la vida que te has construido y la suma de esas experiencias, pero me han quitado el derecho a recrearlas a partir de imágenes concretas. ¿Eso cómo se aquilata? ¿Cómo recupero el alma, la risa, los sueños, las emociones capturadas en esas fotos?
Concluyo hablando de estadísticas: dado que sólo el 50 por ciento de los casos en que se inicia una Averiguación Previa se resuelven de alguna forma –lo que representa el 1.3% de los delitos cometidos (ENVIPE 2014, INEGI)—, me temo que mi caso engrosará la que se refiere a los misterios sin resolver.
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