Por: Rodrigo Islas Brito
Dentro del cine que merece ser visibilizado dentro de un panorama cinematográfico de incivilizada medianía, estalla Ruina azul (Blue Ruin, 2013), la historia de un vagabundo que regresa a la economía formal solo para vengar una sangre que lo destaza a borbotones y lo fragmenta en sus consecuencias.
Haciendo acopio de un sentido reflexivo, pausado pero absolutamente visceral, el canadiense Jeremy Saulnier apenas en su segunda película como director, logra recordar esa primera endorfina atribulada de film noir de venganzas directas y provincias anodinas, del tipo de Simplemente Sangre (1984), la opera prima de Ethan y Joel Coen, cuyas implicaciones de desangrado metafísico los oriundos de Minneapolis Minnessota, terminarían por reventar 23 años después en la gravedad del sermón de esa carrera del ocaso que es Sin Lugar para los débiles (No Country for old men).
La atmosfera de terror a cuenta gotas la impone Saulnier desde su primera secuencia, con ese vagabundo (un exquisito y desgarbado Macon Blair) huyendo desnudo por la ventana de la casa de una familia de postal, al ser descubierto haciendo uso de la tina de su baño.
Los minutos que siguen donde asistimos a su vida de homeless extirpador de platillos de botes de basura y morador de un automóvil en los huesos que no puede moverse a ningún lado , es solo el prefacio para introducir a este barbudo de aspecto roto, jodido, sin oficio ni beneficio, en las entrañas de una trama de venganza trágica, donde las cuchilladas, las flechas y los balazos a precisión y a una salvaje distancia, se sucederán uno a otro en un carrusel de horrores a los que no se les pueden dejar de ver sus diez gramos de nostalgia.
Saulnier no se interesa tanto en el suspense como se obsesiona en la atmosfera, sus personajes vengadores no son variaciones justicieras del tipo rudo pero aceptable clase Charles Bronson o Burt Reynolds, sino montañeses pobres diablos que nacieron cazando maleza y mucha mierda.
El cineasta trasciende los encauses del thriller de revancha y entrega una pieza de relojería de gravidez existencial liderada y marcada por el Dwight de Macon Blair, especie de Juan Sayago gabacho que inevitablemente y muy a su pesar ira tocado y abriendo a tambor lento y batiente las puertas del infierno.
Esta ruina triste y brutal condensa en sus apenas 91 minutos un microcosmos del no regreso. De ese mundo que ha de arder, y al que querer apagar es pura vanidad.