Por Rodrigo Islas Brito
Caballero de Copas (Knight of Cups) es la constatación de que Terrence Malick se ha vuelto una caricatura de sí mismo. Y una advertencia de cómo la auto indulgencia te puede convertir en la mejor parodia de tu propio trabajo.
Malick prosigue ese cine abiertamente sin guión y de ocurrencias visuales existenciales, que ya había naturalizado en To the wonder (2012) todavía sublimadas por el virtuosismo cada vez más sublime del cine fotógrafo Emmanuel Lubezki, quien de ser un joven estudiante cuequero seguidor y fan confeso de la fotografía intima y caleidoscópica llena de diáfanos emocionales que Nestor Almendros hiciera para Malick en Días de Cielo (1978) , ha pasado a convertirse en mero comparsa de su admirado maestro, chambeándole duro a la belleza de imágenes improvisadas que Malick vende como poesía mientras se dedica a echar la hueva.
A su favor, el creador de la eternamente añorada Malas Tierras (cinta que su autor debería revisar para constatar que hubo un día en que pudo escribir un guión y realmente contar una historia) cuenta en este nuevo menjurge de espaldas caminando, con la presencia y el brío del siempre cumplidamente histriónico Christian Bale.
Un avance con la anterior To the wonder, donde el bodoquismo nato y nula expresividad del nuevo Batman, Ben Affleck, quien confundía naturalidad con poner cara de tener ganas infinitas de ir al baño, subrayando aun más la vacuidad y artificio de una propuesta narrativa visual que vende introspección con una declaración de haz el mínimo esfuerzo.
Sin embargo el viejo Batman no es bastión suficiente para salvar esta nueva nave, sólo al principio hay un asomo de interés en la relación que Bale establece con una prostituta respondona (Imogen Potts) pero después no existe más.
El persona dubitativo principal es una especie de productor de cine que siempre viste el mismo traje y que se la pasa relacionándose con un grupo variopinto de mujeres guapas con las que la cosa siempre acaba mal (Cate Blanchett, Natalie Portman, Teresa Palmer, Frieda Pinto) ya sea porque las palabras en off de un Bale con cara de que sufre mucho sus recuerdos, sueltan conceptos trascendentales que a estas alturas ya caen como anestesia, o porque las féminas en cuestión sólo son un mero pretexto de adorno para un Malick que a pesar de su edad hoy solo alcanza a besar el contorno de su propio ombligo.
Esta especie de versión Malickiana de Ocho y Medio podría haber resultado interesante sin tan sólo su autor conservara todavía un poco de sinceridad en su propuesta. Lo cual lleva a cavilar que El árbol de la vida (2011) tal vez sea a la postre el autentico testamento del cine de Terrence Malick, en tanto que en ella el cineasta logro conjugar su visión de un cine que deconstruye a la existencia humana de acuerdo a su relación con el cosmos y la naturaleza, con una intención en la que existía todavía la ambición de contar narrativa y progresivamente una historia.
Ambición que hoy, en el autor de las virtuosa e inolvidable La Delgada Línea Roja, ya no existe más. Hoy Terrence Malick ha perdido ya el camino para hablar del alma, tal vez porque su propia alma, la de un cineasta trascendental que aspiraba a enunciar la experiencia humana, no sólo está dormida, sino en coma.