Michael Caine, el viejo y monstruoso cockney

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Por Rodrigo Islas Brito

A los más jóvenes el rostro con surcos de lija de Michael Caine puede sólo recordarles a Alfred Pennyworth, el sabio- claridoso mayordomo del Batman de Christopher Nolan, con pasado mercenario que sabe que hay hombres que sólo viven para ver al mundo arder.

Pero también esta descripción puede ajustarse sobre Maurice Joseph Micklewhite, nombre real de un Michael Caine que tomó su artístico apellido de una película sobre motines marinos.

Otra pequeña información sobre este siempre amotinado interprete nacido el 14 de marzo de hace 83 años, quien se la ha vivido completando ya una de las filmografías más longevas y vigorosas en la historia del séptimo arte, conociendo su primer filme importante en 1964 con Zulu, dónde el director Cy Endfield lo acabó seleccionando para un papel estelar gracias a esa dejo de cólera indiferente a la que sólo Caine pudo convertir en una marca.

En Zulu, a los 31 años, después de una carrera de casi diez años de oscuridad y pequeñas partes en series británicas sin importancia, el londinense interpretó a un flemático oficial ingles que no entiende porque cuatro mil guerreros zulu de una pequeña villa africana no son capaces de subordinarse ante los deseos colonialistas de la sagradísima reina de Inglaterra.

Desde aquí Caine haría gala de esa inexpresividad que fue perfeccionando con el tiempo, símbolo absoluto de la elegancia cockney. Especie de gallo citadino obrero sin gloria y terminó con el que desde la década de los cincuentas se le denomina a los londinenses de clase trabajadora del Este de la ciudad, atrincherados en una forma de hablar tan enrevesada que prácticamente deviene en dialecto.

Caine no se esperó a que algún día lo pusieran a interpretar al héroe y se lanzo estelarmente como Harry Palmer, el súper espía de la nada en Ipcrees (Sidney J.Furie, 1965), la respuesta realista al cine de espías cinturitas que la franquicia inacabable de James Bond había establecido a principios de los sesentas.

Pero Palmer no era el sofisticado y galanazo Sean Connery, sino un espía oficinista cuatro ojos que se ve envuelto en una conspiración criminal internacional de pacotilla de la que sólo podrá salir ejecutando a sus propios camaradas.

Caine repitió el papel en otras tres ocasiones, enalteciendo la fragancia incolora de un alfil del Guerra Fría que prefiere provocar una pelea con el tipo que tiene que matar, sólo para sentir su conciencia más ligera.

Después llegaron los otros dos grandes roles en la todavía temprana y muy dilatada carrera del histrión: Alfie (Lewis Gilbert, 1966) donde da vida al casanova del título, un cockney sensible con ínfulas de amante inmortal, que solo puede hacer porquería involuntaria a las mujeres que dice amar.

Y Carter, asesino implacable (Mike Hodges,1971) obra maestra del mas emblemático y brutal y cine negro ingles, que cita la odisea tupida de cadáveres que un neuróticazo y desagradable sicario tiene que emprender de regreso a su tierra natal para enterrar a su hermano asesinado.

El Carter de Caine puede que sea a la larga la mejor actuación de su carrera, con sus ojos y alma muerta. Con esa furia desatada a través de una infinita ironía en el que un buen chiste solo será el prologo para una mala bala.

Enervante, ausente de sentimentalismo y romanticismos baratos, con la justicia desbocada de un santo esquizofrénico con rulos, cruzado por una mezcla de rencor voraz y dolor infinito, descubriendo, prendiendo fuego a mundos de pornografía infantil y degenere adolescente, el Jack Carter de Caine, es ese tour de force que permanece indeleble como una de las gloriosas representaciones de esa abyecta escalada que lleva a coronar montañas, desde las que puedes lanzarte un clavado libre a un abismo reventado de postal.

En el inter y después de estas dos interpretaciones, Caine se definió como una fuerza motriz en el cine internacional de dos décadas. Ya fuera interpretando a un pasmado heredero perseguido por una bola de lunáticos en La caja equivocada,(Bryan Forbes, 1966), a un ladrón de altos vuelos y corto alcance enrolado con una geisha respondona (Shirley MacLaine) en Gambit (Ronald Neame 1966) al líder avispado y condenado de un pelotón suicida en Mercenarios sin gloria (Andre de Toth, 1969) al raterazo temerario que acaba haciendo equilibrio al borde de un despeñadero en El trabajo italiano (Peter Collinson, 1969), al ególatra soldado hierático que sabe que hay que morirse mas temprano que tarde en El último valle (James Clavell, 1971), el amante descocado hipotecado en un juego criminal de seis bandas con el esposo avejentado (el camaleónico Laurence Olivier) de la mujer con la que se esta acostando, en La huella (Joseph L Mankiewicz, 1972) y finalmente, El hombre que seria rey (1975) , uno de los mejores títulos de ese humanista salvaje llamado John Huston, quien retomando un cuento clásico de Rudyard Kipling, construyó una fábula de aventuras magistral aderezada con las mas diversas significancias, que reflexiona sobre lo que le pasa a esos invasores barbados y guapos cuando tienen el tino de enamorarse de la tierra que invaden.

Los ochentas no fueron lo mejor de Caine, quien inicio la década interpretando a dos sendos locos perseguidos por si mismos en la obra maestra voyerista de Brian de Palma, Vestida para matar (1980), o en la deshilvanada y muy malvada, La mano (1981), irrupción en el mainstream hollywoodense, del futuro enfant terrible del cine político americano, Oliver Stone.

Década donde el actor tuvo tiempo lo mismo para conocer a un medio hermano oculto con síndrome de down con lo que su vida paso a ser un Rainman de la vida real, que para ganarse un Oscar por su llegada al cine neurótico de Woody Allen, vía un adultero de mediana edad sorprendido por ese nuevo tesón que lo pone presto para perderlo y conservarlo todo, en Hannah y sus hermanas (1986), que por fungir como el vergonzante interés romántico de la viuda de Roy Scheider en Tiburón 4 (1987).

En las dos siguientes décadas, el actor, que alguna vez proclamó de manera nada solidaria que la razón por la que terminó por sobrevivir a todos sus furiosos colegas contemporáneos sesenteros (Richard Harris, Alan Bates, Oliver Reed, Peter O Toole) es porque él nunca fue un borracho y se mantuvo en casa, confeccionó papeles que le vinieron bastante bien a su progresivo envejecimiento y a su proverbial capacidad para representar todas las aristas posibles del anciano malvado o apesadumbrado.

Como el gánster tuberculoso de Gente Peligrosa (Bob Rafelson, 1996), el doctor borrachales abortista y sacrificado de Las reglas de la casa de sidra (Lasse Hallstrom, 1999, papel que le dio su segundo caballero dorado), el carcelero oscurantista de un Marques de Sade (Geoffrey Rush) en plena efervescencia en Letras Prohibidas (Philip Kaufman, 2000).

Un couch gay de disciplina hitleriana de chicas aspirantes a la paz mundial en Miss Simpatía (Donald Petrie, 2000), un Charles Bronson de condominio dueño de un salvajismo de la tercera edad en Shiner (John Irvin,2000) el veterano reportero de guerra embelesado con la nostalgia de una guerra selvática de El Americano( Phillip Noyce, 2001, en una de las mas complejas y menospreciadas actuaciones de su carrera) y finalmente el septuagenario aprendiz de John Lennon que gusta de jalarse un dedo, morirse y echarse un pedo en esa distopía antifuturista situada en una Inglaterra de cerdos volados y tronados, del mexicano Alfonso Cuarón, Los niños del hombre (2006)

También hay que citar la colaboración constante que el viejo Caine ha sostenido con su compatriota Christopher Nolan, quien lo congregó no solo para rolarla de conciencia paternal del alado enmascarado en su trilogía de El caballero de la noche (2005-2008-2012), sino que le ha dado trabajo también para otras tres películas, El prestigio (2006), El origen (2010) e Interestelar (2014).

Siendo la primera de ellas donde el veteranazo interprete estuvo a sus anchas en el rol de un anciano consejero capaz de extraer una fenomenal enseñanza de vida hasta del cadáver de un canario descuartizado.

Hace unos años, a la pregunta de un imberbe reportero sobre si todavía asistía a los sets de filmación con el deseo de aprender algo de sus compañeros, Michael Caine miró a su interlocutor como si fuera una chinche, sólo para sonreír después con esa mueca infernal que le han de devorar los gusanos.

“No muchacho, yo ya no estoy para aprender de nadie, sino para que los demás aprendan de lo que yo comparto”.

La moraleja puede ser que este anciano y monstruoso cockney, todavía sigue sin ganas de guardarle pleitesía a nadie.