Por El Universal/Enrique Berruga Filloy
El resultado mínimo que debíamos esperar de la Sesión Especial de la Asamblea General de Naciones Unidas sobre las drogas es la despenalización global de los consumidores. Los adictos son víctimas por partida doble, pues además de sufrir estragos en su salud, deben enfrentar cargos penales y el estigma de ser vistos como criminales. Los hospitales y los centros de desintoxicación deberían ser el destino de estas personas y no las cárceles que hoy se encuentran atiborradas de ellos.
Sin embargo, una coalición de países prohibicionistas encabezados por Rusia y Arabia Saudita, obstaculizan la construcción de un consenso internacional para cambiar el enfoque de la persecución judicial a la salud pública. Así, un debate que se inició hace 18 años desembocará, lo más probablemente, en una resolución incapaz de crear un régimen global diferente y más eficaz en la atención de este flagelo y sus graves efectos sobre la seguridad, la corrupción y la violencia que se les asocia.
Este grupo de países no se ha dado cuenta de que los grandes cárteles de las drogas son los principales beneficiarios de la clandestinidad con que se trata a estas sustancias. En la medida en que son ilegales y carecen del control de las autoridades, lo único que provocan es que su precio en la calle suba y fortalezca económicamente a los traficantes y productores. El dinero sucio que obtienen se convierte a su vez en fuente de violencia, de compra de favores políticos, de trasiego de armas y de cooptación de policías y jueces. Es decir, este enfoque no favorece en nada los propósitos de rehabilitación de los adictos ni mucho menos los de atenuar la inseguridad y el crecimiento de los grupos delictivos. México es un gran ejemplo de esto.
Tan sólo el año pasado en Estados Unidos se destinaron 30 mil millones de dólares al consumo de cocaína. Si el gobierno norteamericano manejara la importación de estupefacientes y la producción de mariguana, podría controlar la demanda y la distribución de manera parecida a como se suministran los medicamentos controlados en las farmacias. Bajo un enfoque real de salud pública, los adictos se darían de alta con algún especialista que les daría recetas para conseguir la cantidad de droga que médicamente sea recomendable para ir combatiendo la abstinencia y, a la vez, el consumidor tendría el compromiso de ajustarse a un proceso de rehabilitación. Si de la noche a la mañana la penicilina o el Prozac fuesen declarados ilegales, veríamos cómo los precios de estos productos se irían por las nubes y darían origen a un mercado sin controles y propenso a generar corrupción y violencia.
La propuesta llevada por México a la ONU busca cambiar el énfasis en esta discusión. Habrá que invertir grandes y sostenidos recursos diplomáticos para lograr un mejor resultado en los foros internacionales. Sin embargo, una manera quizá más eficaz de lograrlo sería mediante el ejemplo que pudiera establecer nuestro país, de manera autónoma, despenalizando la portación de drogas para uso personal y dándole a los adictos la atención médica que requieren. Al igual que Rusia creó su núcleo de aliados para insistir en el enfoque judicial, es hora de que México encabece un grupo de países, sobre todo en nuestro continente, donde se privilegie a la salud y en última instancia a las víctimas más visibles de este cáncer.