Por Excelsior
Cada año, a finales de noviembre, empujados por la miseria, cientos de niños originarios de Oaxaca, Veracruz, Guerrero y Chiapas se ven obligados a migrar junto con sus familias hasta esta localidad enclavada en el municipio michoacano de Tacámbaro, en donde sus padres se emplean en el corte de caña, para ganarse siquiera mil 300 pesos por semana.
Lejos de casa y de sus amigos, los niños migrantes no tienen otro remedio que ausentarse medio año de las aulas para trabajar también como jornaleros y así contribuir al ingreso familiar.
En México cerca de 400 mil niños entre seis y 14 años viven como errantes: seis meses en su casa y otros seis en campamentos de migrantes. Pasan su infancia en cultivos de melón, café, tomate, o caña, en lugar de en un aula.
Según datos de la Secretaría de Educación Pública (SEP), la asistencia de los niños agrícolas a la escuela es menor a diez por ciento.
Pero este año, aquí en Chupio, la entrada a la región de Tierra Caliente, la historia se escribió diferente para un grupo de niños oaxaqueños migrantes.
Rosaura, originaria de Santa María Xadani, Oaxaca, que hasta noviembre sólo hablaba zapoteco, regresará a casa en mayo diciendo los números en español, nombres de animales como hormiga, gusano, araña o armadillo y otras palabras como gracias.
Pero no sólo eso, la chiquita de siete años habrá enseñado a cuatro niños que el 1 en zapoteco se dice tobi, el 2 chupa, el 3 chonna, el 4 tapa, el 5 gaayu, el 6 xhoopa, el 7 gadxe, el 8 xhono, el 9 ga y el 10 chii. Y de ahí hasta el 1000.
Será posible porque por primera vez en los 11 años que sus papás llevan migrando, terminaron en un albergue en el que ella y su hermanito Rubiel de 9 años pudieron ir a la escuela.
Este año, los servicios del Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe) llegaron al campamento migrante, donde la educación regular no tiene capacidad para atender a niños como Rosaura y su hermano.
“Para nosotros es muy importante darles atención educativa a todos estos niños para que no pierdan su ciclo escolar, si los niños vienen de su escuela en su pueblo natal y dejan las clases y no llegan de regreso al término de la zafra con un documento que acredite que estuvieron recibiendo clases, pierden su ciclo escolar, entonces si este proceso se repite, dos, tres, cuatro, cinco años vamos a tener alumnos que se van rezagando y eso es un grave problema”, explicó Alfredo Martínez, delegado estatal del Conafe en Michoacán.
Así el Conafe improvisó un aula en uno de los cuartos del albergue donde duermen las familias de migrantes en Chupio.
Oyuki Bermúdez, la joven líder para la educación comunitaria del Conafe designada para este servicio, recuerda que sus seis alumnos oaxaqueños comenzaron a tomar clases en febrero sentados en un petate. Veintidós días después llegó una mesa, las sillas y el pizarrón. Para inicios de abril los dibujos y las manualidades hechas por los niños ya habían transformado el cuarto en un salón de clases.
Pero ese no fue el mayor reto para Oyuki. Entenderse con Rosaura, que sólo hablaba zapoteco fue un desafío. Rubiel, su hermano, tuvo que hacer las veces de traductor.
“Yo no podía entender todo lo que me quería decir y al principio lo veía como un gran conflicto, pero después le vi el lado bueno porque ella me ha ayudado mucho con sus compañeros. Me enseñó a mí y les enseñó a ellos los números en zapoteco… Ella, por su parte, tuvo mucho progreso, es de primer grado y no sabía básicamente nada, ahorita ya sabe el abecedario, escribir su nombre, y hacer cuentas en español y zapoteco”, presumió Oyuki.
Junto a Rosaura y Rubiel, los hermanos Priscila, Alicia, Daysi y José Luis, también originarios de Oaxaca, reciben cinco horas de clase, de 9 a 2 de la tarde, de lunes a viernes, mientras sus papás trabajan en el corte de caña en el ingenio azucarero de Pedernales, a diez minutos del albergue.
Priscila, la hermana mayor de 12 años, quiere ser policía y está encantada de poder estudiar para alcanzar su sueño. Ha migrado desde que tiene memoria y no siempre es posible hacerlo.
“Dice mi mamá que ellos ya tienen 20 años migrando, yo lo hago desde que me acuerdo, hay veces que a donde vamos no mandan maestro entonces pues le ayudo a mi mamá a barrer, a lavar ropa o me voy a jugar, pero aquí me gusta más por la maestra que tengo, y porque antes no sabía bien leer y ahorita ya aprendí más y también ya sé hacer las divisiones ”, contó.
Sus hermanas Alicia de diez años y Daysi de siete quieren ser en maestras.
“A mí me gusta mucho la escuela y quiero enseñarle a los niños lo que sé, y quiero que aprendan porque yo antes no sabía y quería aprender también, por eso quiero maestra”, explicó Alicia, la más aplicada del salón.
Daysi, de las mujeres la más pequeña también desea ser maestra. Su mayor logro durante su estancia en Chupio habrá sido aprender a escribir.
Mientras José Luis, de cuatro años, explotó en clase su don para dibujar y explorar los libros.
“Esta experiencia que tenemos de atender por primera vez aquí en la región cañera a los migrantes, va a ayudar también a que estos niños no se vayan a trabajar con sus papás porque lo más importante para un niño es su educación”, comentó Gonzalo Frutos, asistente educativo del programa de primaria comunitaria en Conafe.
Durante esta temporada, Eridel, oaxaqueño de 12 años acostumbrado a migrar con sus tíos cada año, eligió irse al corte de caña en lugar de ocupar un lugar en el aula. Como él, tres de cada siete niños entre seis y 12 años de las familias jornaleras se suman al trabajo en los campos.
“Ojalá que aquí ningún niño más se vaya a trabajar en vez de seguir estudiando, nosotros vamos a motivarlos para que así sea”, deseó Gonzalo.
El Conafe lleva educación preescolar y primaria a más de cinco mil alumnos migrantes del país, mientras que en el estado de Michoacán atiende a entre 400 y 450 pequeños migrantes.