Por Alfredo Martínez de Aguilar
Aún hoy en día la sabiduría del viejo sistema político mexicano representado hegemónicamente por el Partido Revolucionario Institucional, no tiene parangón en el mundo. De ese tamaño es su genialmente diabólica perversidad.
A las pruebas me remito para no herir susceptibilidades ni ofender a las hipócritas buenas conciencias tricolores que se dan baños de pureza en el sanitario. El viejo PRI era ante todo una escuela de vida fincada en el honor de la palabra.
Así como lo leen, queridos lectores. Privilegiaba el diálogo y la negociación. Castigaba, desde luego, con la muerte política o física, de ser necesario, la traición. Peor todavía si se atentaba contra la unidad del Partido.
Aceptaba la ejecución de quienes ponían en riesgo la supervivencia del PRI. Uno de los ejemplos y casos concretos más conocidos es el asesinato de Carlos Alberto Madrazo y de Luis Donaldo Colosio. Eran razones de Estado y Partido.
Profundo conocedor de la condición humana. De manera práctica y pragmática detonaba el potencial de la inteligencia y capacidades de sus jóvenes. Sabía que a todos los seres humanos mueve la pasión y la ambición.
Sintetizó su sabiduría en dogmas que integraban un Código de Honor. Siempre daba opciones de negociación: ¿Tú dime qué quieres, plata o plomo? ¿Y cuándo las cosas se complicaban, qué prefieres encierro, destierro o entierro?
Recomendaba a los noveles aspirantes a políticos “aprender a comer sapos sin hacer gestos”. Los jóvenes del viejo PRI aprendían que el sistema era agradecido y sabía compensar los sacrificios por el pueblo.
El estado de cosas cambió para mal cuando a las pasiones y ambiciones, se sumaron las adicciones al alcohol y a las drogas. Y, sobre todo, cuando se hicieron públicos los escándalos por las perversiones sexuales.
De manera simultánea se abrió la puerta a la “cofradía de la mano caída” y con ello a la improvisación de la nueva clase política. Fue así como arribaron trepadores como Manuel Andrés López Obrador (MALO).
Para dimensionar la perversidad del Mesías Tropical jamás hay que olvidar que fue el efebo consentido del extraordinario poeta tabasqueño Carlos Pellicer. Pero también del gobernador Enrique González Pedrero.
De ambos mamó experiencia de las flaquezas humanas. No hay que olvidar que la carne es flaca. A uno y otro exprimió sus amplios conocimientos culturales y políticos. A lo que sumó su ya conocida proverbialmente megalomanía.
Camino semejante recorrió Ángel Benjamín Robles Montoya, quien irónicamente pareciera tener el don de la ubicuidad. Pues igual cuenta con acta de nacimiento de Azcapotzalco, que de Michoacán e, incluso, de Oaxaca.
Entendible que sea así porque como buen oficiante del espionaje aprendió a camuflarse. Aprendió a operar en el área de inteligencia a la luz de su formación como ejecutor del trabajo sucio en las cañerías y albañales del viejo PRI.
Sus historias de vida son semejantes. Corren paralelamente en las entrañas de la hidra de mil cabezas del PRI. Los dos han sido públicamente cómplices del defenestrado gobernador Gabino Cué Monteagudo. Los tres han saqueado a Oaxaca.
Hoy, ponen el grito en el cielo y se rasgan las vestiduras porque Gabino les traicionó. Cínicamente hasta ahora le acusan de corrupto, cuando se enriquecieron conjuntamente al igual que lo hizo Salomón Jara Cruz y los dirigentes del PRD y del PAN.
Manuel Andrés y Ángel Benjamín llevaron al poder a Cué. Para conseguirlo, También se hicieron cómplices del operador político-financiero de Diódoro Carrasco Altamirano y Gabino Cué, Jorge Enrique Castillo Díaz.
Todos cambian de piel de acuerdo al escenario y partido donde se presenten, porque eso prolonga su éxito público, En el viejo PRI aprendieron que “todo político tiene que ser hipócrita. Para ascender, todo se vale. Pero no hay que ser sólo falso, sino astuto”.
López Obrador y Robles Montoya también aprendieron que todo político asciende con una cauda de desgracias amarradas… Recuérdese que Manuel Andrés es un asesino. Mató a su hermano José Ramón al no soportar que fuera el preferido de su padre.
El actual proceso local electoral enfrenta nuevamente por agravios familiares al senador perredista con licencia y candidato del Partido del Trabajo a José Luis Echeverría Morales, padre de la fallecida joven promesa de MotoCross Irving Echeverría.
Unos y otros cometen, sin embargo, un grave error, olvidan que “el gran político es el que llega alto despojándose de amarguras, rencores y malos ratos”. Les enloquece su soberbia. Tienen infinita hambre y sed de venganza. Les motiva el odio.
Convenencieramente olvidan que el buen político no puede hacer todo el trabajo, mucho menos el sucio, por ejemplo, ingresar a los alcantarillados del poder, por eso debe contar con una persona de toda su confianza para realizar el trabajo rudo.
Carlos Fuentes decía que el político al igual que un rey sabe de “la necesidad de contar con un enano mal encarado a la puerta del castillo para liberarse de los latosos, los indeseables, los ambiciosos”. El político es intocable, el secretario no. Así la cabeza del político nunca caerá, porque tiene cerca un chivo expiatorio. Jorge Castillo es este último personaje.
Sobre la espalda de Manuel Andrés y de Ángel Benjamín pesa la lápida del trabajo sucio que, en su momento, tuvieron que hacer para los gobernadores del viejo PRI, Enrique González Pedrero y Víctor Manuel Tinoco Rubí, respectivamente, y para el propio Gabino Cué
Aun cuando sabemos de antemano que López Obrador y Robles Montoya son incongruentes, en un acto de honestidad moral y política están obligados a presentar pruebas de sus acusaciones de corrupción contra Gabino Cué y su “círculo rojo”. Las tienen. ¡Háganlas públicas!