El País.
Ciudad de México. Nació en una pequeña casita de una calle sin asfaltar en los límites de la capital del México posrevolucionario y murió en un elegante inmueble del centro de la ciudad, blanco, luminoso y con una estrecha piscina en el jardín interior en la que nadaba cada mañana 45 minutos. Teodoro González de León, el arquitecto más renombrado de México, falleció este viernes a los 90 años de un parada cardíaca.
Su vida y su obra acompañaron y definieron la transformación de la gigantesca urbe latinoamericana, donde se encuentra la mayor parte de su legado. Discípulo de Le Corbusier, la visión racionalista del arquitecto suizo inspiró de modo decisivo el trabajo de González de León a base de grandes bloques de hormigón cincelado: minimalismo, sobriedad y gran escala.
Hoy, fiesta nacional por la Independencia mexicana, el maestro había dado el día libre a su equipo. Pero él sí fue al estudio que tiene en la acera de enfrente a su casa. Estaba trabajando en un nuevo proyecto, la Torre Manacar, un vasto complejo al sur de la ciudad de 22 pisos y un centro comercial. “Ha conservado hasta el final el mismo entusiasmo e intensidad de siempre. Además, tenía más trabajo que nunca, como pasa con los grandes”, explica Miquel Adrià, director de Arquine, arquitecto y amigo personal, con quien últimamente estaba colaborando en un documental sobre su vida.
Estudiante de la Escuela Nacional de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), participaría después en la renovación del fastuoso recinto de la ciudad universitaria más grande de América, donde alcanzaría en 2001 el título de Doctor Honoris Causa.
Sus primeros trabajos vinieron de la mano de arquitectos ya consolidados como Carlos Obregón Santacilia, Carlos Lazo Barreiro y Mario Pani Darqui. Becado por el gobierno francés, trabajó 18 meses en el taller de Le Corbusier a finales de los cuarenta. Durante esa estancia, colaboró en el nacimiento de una de las primeras piezas del funcionalismo, la Unité d’Habitation, en Marsella, un imponente bloque de viviendas de hormigón visto, que González de León replicó en la capital mexicana, por ejemplo, en el Conjunto Urbano 222, más de cien mil metros cuadrados de construcción que incluyen una torre de oficinas, dos torres de departamentos y un centro comercial.
Durante décadas sus trabajos estuvieron ligados a otro de los notables de la arquitectura mexicana, Abraham Zabludovsky. Fruto de esa colaboración se levantaron sus construcciones más emblemáticas, como el Auditorio Nacional o el Museo Tamayo, donde aparece sintetizado todo su repertorio abstracto: monumentalidad y discreción; taludes, rampas, y un luminoso patio interior. En el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC), una de sus últimas obras, culminó su aportación al campus con un círculo envolvente de cubos de hormigón blanco con iluminación cenital.
“Representa una manera de hacer una arquitectura muy digna respondiendo a las necesidades específicas de su época, con un discurso plástico propio, entre lo prehispánico y lo neo cubista”, apuntaba recientemente el arquitecto mexicano Mauricio Rocha. “Contiene una sincretismo entre la modernidad lercorbusiana y el legado preihispánico, entre el concreto como único material y la comprensión de las formas antiguas, esa relación con los taludes, la idea de paisaje, del edificio como parte de la ciudad”, añade Adrià.
Reconocido y premiado a lo largo de Latinoamérica, en la evolución de su obra, de un marcado acento teórico, también es una constante la referencia a los grandes ejemplos de la arquitectura prehispánica como la misteriosa y ordenada megalópolis de Teotihuacán. “Trabajo todos los días en la arquitectura. Pero no es un trabajo. Es una forma de vida, igual que es una forma de vida leer o pintar. Esto no es un oficio”, dijo en una reciente entrevista con este periódico.