Fogonero: Brújula y guillotina

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Rodrigo Islas Brito/RIOaxaca.

Oaxaca de Juárez. “¿Cómo se van a acordar los mexicanos de la masacre de Ayotzinapa. Si ahorita, apenas a poco más de tres meses de haber sucedido, ya ni se acuerdan de la masacre de Nochixtlán?”

-A lo del país sin memoria, hay que sumarle un alma nacional de teflón y una capacidad de indignación de máximo quince días.

-¿Quince días? Yo diría que la indignación nacional no va más allá de lo que duran un capítulo de la Rosa de Guadalupe.

-“¿Y entonces qué?, ¿estamos jodidos mexicanos

-Pues sí, lo estamos. ¿Pero luego qué?”.

Sostengo esta conversación conmigo, con todos y ninguno, en el soliloquio del creer que lo que opines sobre el infierno presente realmente importa para algo. Hace dos años, en la noche del 26 de septiembre del 2014 estaba tomándome una cerveza en el bar de un cuate en el centro de Oaxaca cuando al celular llegó la información de que un grupo de más sesenta normalistas habían sido levantados y desaparecidos por policías municipales al servicio del crimen organizado en Iguala, Guerrero.

Le dije a mi amigo que eso no podía ser posible, que de ser verdadera tal brutalidad, el país ya se había ido a un averno sin regreso.  Mi cuate me miro con tristeza y me dijo que si, que el asunto en México se estaba ya poniendo muy cabrón.

Dos años después, hace más de tres meses, otro amigo, también con una chela de por medio, me dijo lo mismo. Era la mañana del domingo 19 de junio y yo haciendo uso legítimo de mi día libre como reportero (además de cierto resquemor a quedar comprometido en un fuego cruzado que al final vino de un solo lado) me había refugiado en la librería de un cuate mientras veíamos como las noticias hablaban sobre civiles asesinados y policías a los que el gobierno declaraba tan solo pertrechados con gases y cachiporras, pero que las fotos de valientes fotoperiodistas mostraban armados hasta los dientes en un enfrentamiento anunciado por un desalojo de un bloqueo carretero en Nochixtlán, Oaxaca.

Hace dos años esa noche pensaba después de recibir más noticias mientras más bebía y más me angustiaba, que la cosa en México ya no se podría poner peor. No si se tomaba en cuenta la foto de un Julio Cesar Mondragón desollado en su rostro entero por un cuchillo o navaja que a dos años de haberle rebanado la vida  sigue sin aclararse exactamente de donde vino, y en donde el gobierno del ya infausto Enrique Peña Nieto ha llegado a presumir que en realidad se la arrancaron perros salvajes.

Hace tres meses le gritaba a mi otro amigo que los reportes de cinco ultimados en Nochixtlán (que al final se sumaron oficialmente en ocho muertos) implicaba la certeza de que había policías disparando contra población civil, que esto parecía ya Angola o alguna República bananera africana donde el asesinato masivo perpetrado por uniformes oficiales ya es puro trámite.

La mañana del 27 de setiembre del 2014, los más de sesenta normalistas desaparecidos se convirtieron en 43. Lo que vino después fue una cacería al edil de Iguala y su esposa, a los que el gobierno federal presentó como los meros villanos de todo el asunto.

Narco autoridades que habían mandado a desaparecer a 43 veinteañeros nada más porque no le dejaron celebrar su cumpleaños a gusto a la primera dama local, a los que semanas después prendió la justicia en una covacha, jodidos, demacrados, reducidos.  Poco o nada que ver con esa imagen de malosos todo terreno que la Procuraduría General de la Republica había pintado de José Luis Abarca y María de los Ángeles Pineda como responsables absolutos de todo el horror.

Después vino la verdad histórica y el “ya me cansé” de quien se la sacó de la manga, el entonces procurador de la República Jesús Murillo Karam, quien con un powerpoint animado dio por buena la versión de los aguerridos 43 normalistas habían sido secuestrados por narcos por pertenecer algunos de ellos a otra banda de narcos.

Transportados como cerdos al matadero, quemados en una pila funeraria en un basurero perdido en Cocula, Guerrero en una noche en las imágenes satelitales dieron pruebas de que llovió. Poco importó que un año después una comisión de expertos internacionales  convocada por el  propio gobierno mexicano declarara que eso era materialmente imposible.

Poco importo que miles, cientos de personas salieran a las calles a demostrar su miedo y desprecio por un gobierno que les decía que no era sangre lo que inundaba sus ojos y su entendimiento, que no era terror lo que veían en un país corrompido por todos lados , en el que todos los partidos políticos compartían en mayor o menor medida una complicidad con un crimen organizado que parece ya una fábrica de impunidad, muerte y fosas clandestinas, profundas o al ras de tierra , donde yacen todos los muertos, y también los vivos.

Poco importó, porque los grandes mandatarios de Europa, Estados Unidos y Canadá recibieron aun con las renuencias de su mala conciencia, las visitas de un  Enrique Peña Nieto vendedor de territorios y recursos naturales. Porque los gritos de asesino que coleccionó a su paso por sus viajes de vendedor foráneo nada significaron ante los millones de dólares en concesiones y negocios ventajosos que a su paso por las primeras economías mundiales firmó a nombre de todos nosotros.

Hace poco más tres meses, la noche del 19 de junio, el gobernador de Oaxaca Gabino Cué Monteagudo  llamaba a los baleados de ese día una especie de daño contemplado y razonable, incluido tal vez  aquel chavo de Hacienda Blanca alumno de bachillerato que un díadespués moriría por un disparo que le cayó del cielo.

Semanas después en televisión nacional ante el escándalo mundial de una masacre en la que las evidencias hablaban de cuerpos policiales del estado que habían disparado contra una población entera, con los más de cien heridos de Nochixtlán brotando por todos lados, el gobernador cambiaría su ánimo justificador negando  cualquier posibilidad de que él hubiera dado la orden disparo.

Los políticos, los empresarios empezaron a decir que los culpables por haber disparado no eran los policías con sus culpas humeantes, sino los muertos, los heridos y los pobladores nochixtlecos por haber estado ahí gritando enfrente de las balas. Se empezó a afirmar como versión oficial sustentada en la simple negación que los mismos pobladores o infiltrado salidos de los más recónditos adentros de las malvadas organizaciones sociales habían disparado sobre los pobres policías sin que hasta el momento, frente a los centenares de testimonios que hablan de policías  abriendo fuego indiscriminadamente,  haya una sola prueba pericial que sustente esos dichos.

La afirmación aquella de que “fue el Estado” palidecía ante la afirmación tacita del poder y sus simpatizantes de que si, había sido el Estado, pero solo porque los otros se lo buscaron.

Analistas nacionales de peso completo empezaron a hablar de que el Gobierno federal hizo uso de una fuerza extrema justificada, y la magisterial sección 22, quien en su oposición a no desaparecer frente una reforma educativa federal que básicamente buscaba desaparecerla como fuerza sindical, inició un bloqueo total de las carreteras del estado semanas antes , en un conflicto que hoy ya va por los 120 días de duración, la 22 decidió sacarle su ecuación a los ocho muertos y con la CNTE nacional obligó a una mesa de negociación con la misma Secretaria de Gobernación (que juro nunca sentarse con ella ni tomar el café y que días después de la matanza seguía diciendo que no hubo policías armados en Nochixtlán) para echar abajo la mentada reforma educativa.

Negociaciones de las que pudo liberar a sus maestros presos y  a últimas fechas conseguir ya algunas prerrogativas como el pago para sus supervisores y jefes de sector con el único requisito de presentar su credencial de elector.

Ante las negociaciones posteriores al domingo negro del 19 de junio, en la que el secretario de gobernación Miguel Ángel Osorio Chong gritaba en cadena nacional que dejaría caer toda la fuerza del estado frente a unos maestros oaxaqueños que valientísimos gritaban que aquí lo estaban esperando, mientras por debajo de la mesa las dos partes se ponían de acuerdo para armar el teatro y aterrar a su público cautivo, es decir los oaxaqueños todos, me mantuve una semana fuera de Oaxaca en la decisión de volver o no a un terruño cuya carga de neurosis resultaba ya insoportable con su condimento a sangre y acciones gubernamentales torpes y groseras en su deshilachado propósito de decir que aquí no estaba pasando nada.

En el viaje me tope en una reunión con amigos del resto de la Republica que veían a Oaxaca con el exotismo de quien solo la entiende como la Guelaguetza o la idílica Guerrilla o la sublevada Antequera del 2006.

En mi galimatías de quejas, de ese estrés que sabes que tienes una vez que ya no estás ahí, relaté al amigo de un amigo, la terrible historia del terruño, de las fuerzas fácticas que conglomeraban en algo que espantoso se antojaba, de las imposturas de funcionarios estatales y federales que trataban con argumentos chatarra de ubicar a Oaxaca en supuestos aislamientos e ignotos desabastos alimenticios provocados por los bloqueos magisteriales y de organizaciones sociales, con lo que la parecer pretendían justificar una nueva intervención policiaca armada, que todos en el estado calculábamos como puerta a un estallido de repercusiones de guerra civil.

“Si esto no mejora, en una semana entra el Ejercito” me había dicho un activista integrante de una organización defensora de derechos humanos días antes mi salida de Oaxaca. En la reunión mi relato era escuchado por un hombre del que después me enteré que su hermanos había sido desaparecido hace más deun sexenio por policías narcotraficantes en una ciudad fronteriza del país, y que ahora se encontraba junto con prácticamente toda su familia, amenazado de muerte por un poderoso cartel.

“Este país se fue a la verga hace mucho tiempo”, me dijo, apesadumbrado pero no sorprendido por mi relato oaxaqueño. Al regresar a Oaxaca y consciente de que aun en el infierno uno tiene que írsela llevando, el anticlímax acostumbrado regresó a hacer acto de presencia.

Los maestros siguen y seguirán negociando, el Gobierno seguirá haciendo como que negocia cuando en realidad solo está administrando su desastre, y el teatro a la oaxaqueña donde todos se chingan y todos se agandallan seguirá sonando.

Con personas que todavía siguen asegurando que nadie puede decir todavía que pasó el 19 de junio cuando ya existe un video grabado por la misma fuerza del orden donde se puede ver a policías apuntando, disparando y gritando que “ya cayó el de rojo”. A quien se ha identificado como Yalid Jiménez, uno de los primeros en caer aquel domingo negro.

Valga este recuento como un intento de no comprender nada, sino de asimilar el caos de un país con la brújula convertida en guillotina.

Hoy Ayotzinapa y Nochixtlán son la misma cosa, donde ya no se sabe dónde empieza uno y termina el otro. Donde se pedirá justicia para los dos, pero nunca se conseguirá verdad para ninguno.