Reforma.
Ciudad de México. Imaginen que llegan a su oficina, su trabajo, a ese lugar en el que ustedes entregan parte de su vida, en muchas ocasiones con pasión, para salir adelante. Imaginen que una mañana llegan y la puerta está abierta y hay residuos de una explosión: tal vez hollín, rastros de quemaduras en la entrada, la cortina de acero destruida, algunos muebles con daños, con boquetes y abolladuras.
Imaginen que el azoro agranda sus ojos. Los latidos aumentan y los poros se inundan de sudor. Los labios tiemblan. Porque al revisar esa escena de guerra, encuentran restos de un aparato explosivo: una o dos granadas de fragmentación calibre 40 milímetros, la cáscara acerada, la espoleta. Entonces, todo empieza a aclararse y luego de breves momentos llegan a la conclusión de que su oficina, su trabajo, fue víctima de un ataque, un atentado cobarde y atroz.
Imaginen, solamente. Porque espero que no les pase y porque fue lo que a nosotros nos pasó en septiembre de 2009. Eso de llegar al trabajo, encontrar muebles destruidos, saberte víctima de un atentado y soltar el aire en poco tiempo fermentado: ese aire que indica “estoy a salvo”, que los reporteros, secretarias, fotógrafos, directivos -en realidad no somos tantos- del semanario Ríodoce no estaban ahí, porque el ataque fue alrededor de las 2 horas y sólo provocó daños materiales. Sueltas el aire y dices “esto pasa por ejercer la libertad de expresión, por hacer tu trabajo, por apasionarte y creer en el periodismo, hacer periodismo”.
En ese momento llevábamos más de 200 ediciones y en cada edición al menos uno o dos trabajos fuertes de investigación.
Cada uno de estos reportajes podía ser una línea de investigación que nadie siguió porque no hubo pesquisas, porque el gobierno es cómplice y está metido con los narcos o subordinado al narco.
¿A quién se puede responsabilizar de este atentado en una sociedad armada, tomada por el narco, con militares desfilando por las calles, como en un eterno 20 de noviembre, y policías rendidos y cómplices?
Yo no estudié periodismo, pero siempre me ha interesado lo humano y lo que pasa en ciudades como Culiacán o Xalapa, Chilpancingo o Laredo. Los seres humanos, las personas, han estado en el centro de mis textos. Son mi mayor insumo, la savia de mis historias. Reflejo esta preocupación, una mirada cálida, en mis historias publicadas en Ríodoce y La Jornada, en las crónicas del narcotráfico.
Me hice reportero a punta de chingazos, cayendo y levantándome, y en ocasiones no sabía qué preguntar o a quién entrevistar, pero fui encontrando mi camino: el de las personas en el centro, sus hábitos y rituales públicos, la vida pública, la calle, el transporte colectivo, los testimonios, esa heroicidad sin medallas de la gente de abajo, en las colonias, los barrios, las zonas perdidas de la ciudad.
Duré ahí cerca de ocho años, y luego renuncié para irme al periódico Noroeste. Lo hice sabiendo que iba a ganar cerca del 10 por ciento de lo que ganaba en la televisora, pero contento porque estaba ante la oportunidad de crecer, de hacer periodismo, de ir más allá, de salirme de la rutina de ese periodismo anodino e inofensivo, oficial, de casi todas las televisoras del país. Las notas aburren, parecen las mismas sólo con datos y entrecomillados nuevos, como un molde que hay que llenar todos los días. Pero no veo vida ni latidos ni emociones y ni siquiera el elemental ejercicio de la descripción, básico en el ejercicio periodístico. ¿Cómo contamos tanta muerte y tanta vida en medio de los cadáveres perforados?, con un buen periodismo, uno humano, en el que se vea la gente, no los políticos ni los poderosos.
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Ríodoce se ha especializado en la cobertura del narcotráfico.
Nunca nos lo propusimos. Hay una frase de Ismael Bojórquez, director fundador del semanario, que dice “Fundamos Ríodoce para hacer periodismo y punto. Porque hacer periodismo es investigar, ir más allá, confirmar los dichos, mirar más arriba en busca del bosque y no del árbol”. Pero en una región en la que todos los caminos conducen al narco, no hay manera de evadir el tema. Uno escribe estas historias o se hace pendejo, es una especie de condena en regiones en las que todos los caminos conducen al narco. Como periodista no es posible escribir de jardines, el atardecer, las mujeres portentosas, los ríos, la venta de vehículos, la agricultura de exportación, mientras en las calles de la ciudad caen personas muertas, perforadas, sangrantes, en medio de la injusticia, la impunidad, el terror sembrado por quienes jalan el gatillo de los AK-47, comúnmente llamados cuernos de chivo.
Es vergonzoso reproducir el discurso de los poderosos, de que no pasa nada, de que hay democracia y libertad y estado de derecho, si la autoridad no tiene preocupación por aplicar la ley, si Sandra Luz Hernández, una madre de familia y activista que buscaba a su hijo Édgar al mismo tiempo que vendía productos Avón, fue asesinada a balazos en Culiacán, y el responsable de su muerte sale libre por falta de pruebas. Si no hay justicia y va ganando espacio el olvido, cómo guardar silencio.
En Ríodoce hemos apostado no por contar muertos, el llamado ejecutómetro, sino por contar historias. He preferido contar historias de vida en medio de la muerte, ponerle nombre y apellido a las víctimas, escribir sobre sus sueños y amores y odios e ilusiones, preguntar a los hijos de los desaparecidos y a las esposas y viudas de los ejecutados. Me veo buscando entre los escombros, después de la tormenta, del sismo de 8.5 grados del tableteo de las ametralladoras, de la lluvia de balas, los restos de vida, los despojos, lo que queda de lo que fuimos y somos, en estos pueblos y ciudades cuyos fachadas, banquetas y calles están manchadas de sangre.
Ejercer este derecho a escribir estas historias, para que la gente esté informada, el derecho a la libertad de expresión para que la gente sepa cómo jugarse la vida y qué ruta seguir para evadir proyectiles y retenes y camionetas de lujo, es una tarea apenas posible, en condiciones imposibles.
Hacer periodismo en la boca del lobo, con el enemigo en casa, el narco como vecino, como padre de los chavos que van con los hijos de uno a la escuela, con el tío o sobrino o primo metido en el negocio de las drogas, es una combinación explosiva entre algo de locura, de inteligencia y prudencia, de acrobacia informativa, ética, responsabilidad y profesionalismo: algo así como manejar un automóvil pisando el freno y el acelerador al mismo tiempo.
Investigar una historia, por ejemplo, debe contar con el antecedente de que uno sabe qué suelo pisa, tiene información de contexto y conoce quién manda en la ciudad y con quién se entiende en la policía, saber si al capo se le puede nombrar por su apodo o por su nombre. Una cosa u otra puede ser la diferencia entre la vida y la muerte. ¿De qué hablamos?, de aprender a ubicar qué parte de la historia no se va a publicar, para seguir escribiendo. Esa parte de la historia, esa censura, no será cancelada, sino suspendida, guardada, en añejo. Esa censura es un ejercicio de sobreviviencia, no de control político. Es un acto inteligente, de autocercenación, que nos puede mantener con vida para seguir contando estos eslabones de tragedia.
Ahora recuerdo a una buena amiga mía. Había sido periodista, tenía dos hijos y se casó con un militar, con quién yo tenía cierta cercanía. Ella era mi amiga, de esas que te dejan una muesca eterna en el corazón. Carina vendía productos caros, perfumes y joyas, y tenía como clientes a varios narcos y sus esposas. Ella me decía muy seguido que me cuidara, que había muchos morros locos en las calles, a quienes les resultaba fácil y hasta placentero matar.
Me decía mucho, mi Carina: “Si me entero que te van a matar, voy a avisarte para que te salgas de la ciudad, el estado o del país. En ese momento, con el pasaporte a la mano, te vas al aeropuerto. Si me entero. Si sé que te quieren matar”. Y la mataron a ella y a su esposo.
Mucha gente valiosa ha muerto y no necesariamente porque eran periodistas, pero sí por su preocupación ante la inseguridad y la violencia, por los medios valientes y el buen periodismo.
Éste es el precio por la libertad de expresión, por buscar una mejor sociedad, una que esté informada y que cuente con gobiernos honestos. Es el precio y es muy alto, no tiene fin ni números.
Hemos retrocedido tanto en esto, que cuidamos lo que se publica y mucha información la ocultamos, para seguir escribiendo.
Éste es un pasado que duele, que esculca en mis heridas sólo de recordar su fidelidad con el buen periodismo, su cercanía con Ríodoce, su amistad conmigo. Pero también un presente, una lucha vigente, valiosa, en la que muchos estamos empeñados, a pesar de las acechanzas, como esa en la que un ex militar de la Policía ministerial fue a mi casa, la casa de ustedes, para amenazarme, tomar fotos de la vivienda, de mi carro, no sé. Yo había publicado sobre sus desmanes, los abusos, las amenazas de muerte a un periodista de Los Mochis. A los meses el ex militar fue asesinado luego de quedar en medio de las pugnas entre dos grupos criminales del Cártel de Sinaloa, en 2008. Cuando eso pasó, no me dio gusto. Pero sí pude soltar el aire enervado, turbio, aterrado, insomne, por sentirme en peligro de muerte.
Uno se siente como un funámbulo, un acróbata del periodismo: haciendo malabares para no quedarse callado, guardar silencio. Y uno grita en los mítines, las protestas, “no nos callarán”.
En realidad ya lo hicieron. Ya entraron a la redacción y nos callaron.
A medias o totalmente, como en Tamaulipas o en Sinaloa o en Chihuahua. Ya mandan y no somos nosotros los que tecleamos en las computadoras a la hora de hacer las notas, son ellos los que eligen las letras, las palabras, los párrafos y fotos de nuestras historias.
Recuerdo que hubo un accidente en Culiacán y pudo haber quedado así, como un percance automovilístico más. Pero en este accidente hubo una persona muerta y otra que hubiera quedado parapléjica: un automóvil deportivo tipo camaro se estrelló con cerca de diez vehículos estacionados en un parque de la ciudad.
Los que venían en el camaro habían ingerido alcohol, por lo menos. Iban a exceso de velocidad y chocaron también con quienes circulaban por una de las calles, cerca de un parque. En este vehículo, un Nissan tipo Tsuru, iba un joven matrimonio: él quedó muerto ahí, prensado, y ella salió viva pero con lesiones graves. Cuando investigué, supe quiénes iban en el vehículo deportivo y quién era el propietario, que habían ido a rescatarlos sus amigos y que éstos no hicieron nada por los heridos que estaban en el otro carro. Publiqué la historia y le di seguimiento en dos o tres publicaciones más. La mujer, una joven que no pasaba de los 30, murió luego de una larga agonía. Y a mí me dijeron, a través de un enviado, que debía dejar de investigar, porque si no me iban a matar. ¿Y qué hice? Dejé de escribir. Es frustrante, se siente uno impotente, molesto. Pero yo había llegado hasta ahí y no podía hacer más.
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En México, cada vez es más difícil hacer periodismo. Son tiempos violentos, convulsos, de una decadencia galopante y una descomposición espantosa que no permite una vida digna. Y si en el país no hay condiciones para una vida digna, menos para hacer periodismo. A finales del año pasado publiqué mi más reciente libro, Narcoperiodismo. Llegó la hora de cerrar las historias, porque el libro debía ir a impresión. Pero justo cuando quería ponerle el punto final, surgían nuevos casos de periodistas asesinados o desaparecidos, amenazados. Pensé: “No hay forma de ponerle punto final a una muerte que no cesa, a los casos impunes, a la nueva guadaña de censura fatal”. Es un libro con historias que no tienen fin. Fue difícil cerrarlo y entregarlo al editor. Aún ahora me duele haberle puesto un punto final que se diluye, se mancha de sangre y dolor.
En el panorama nacional -lo que antes sólo sucedía en algunas regiones como Sinaloa, Tamaulipas, Michoacán o Veracruz-, el periodista hace su trabajo sobre un suelo de muchos filos, de arenas movedizas y diversas acechanzas: de un lado los narcos, que mandan en la redacción, del otro lado los políticos y gobernantes, muchos de ellos promovidos y auspiciados por criminales, que son intolerantes y no tienen cultura política ni cultura de medios, y que suelen responder con amenazas y represión a los medios y periodistas incómodos. Lamentablemente, muchos de los dueños de los medios de comunicación son empresarios ligados al gobierno o involucrados en operaciones delictivas como lavado de dinero.
Todos ellos responden coartando la libertad de expresión, dictan lo que se debe publicar y lo que no, quitan a reporteros incómodos para sustituirlos por dóciles y corruptos, y se involucran en negocios diversos, asociados con personajes del gobierno, para volverse intocables.
En este ambiente, los periodistas y el periodismo valiente y digno son más frágiles y vulnerables. Además, hay una sociedad que no cobija, que no acompaña el periodismo valiente en México.
Esta condición se da sobre todo en medios de regiones diversas.
Por eso, hacer periodismo en estas condiciones es un acto de resistencia, de ejercer la libertad de expresión en medio de muchas amenazas y muchos periodistas tienen a un espía del narco en las redacciones o están amenazados por los criminales de dentro y fuera del gobierno y parecen teclear las historias con un fusil automático apuntándoles. En muchos de los casos, para estos periodistas valientes, que se la juegan, autocensurarse ya no es un acto de control político y gubernamental, sino un ejercicio de resistencia y sobrevivencia. Así nos movemos, sobre estos muchos filos amenazantes, del otro lado del hocico negro de los AK-47, en un escenario en el que durante 2016 cada mes fue asesinado un periodista y en el sexenio de Javier Duarte, en Veracruz, fueron 19 los comunicadores muertos violentamente y otro tanto está desaparecido.
Este 2017, en marzo, fueron tres los reporteros asesinados en México, entre ellos mi compañera y amiga Miroslava Breach Velducea, quien recibió ocho balazos cuando salía de su casa. En un mensaje que le dejaron los homicidas decía: “por lengua larga”.
Y si a esas vamos, todos los periodistas valientes en este país, dignos, que hacen este periodismo de acróbatas, tenemos la lengua larga. Que nos maten a todos, si la condena por hacer este periodismo es la muerte.
Es inevitable sentir que uno muere, aunque sea un poco, cuando hay este tipo de asesinatos. Miros, como llamábamos a Miroslava, era corresponsal de La Jornada en Chihuahua, como yo en Culiacán. Sentí su muerte cerca. Uno dice, fue allá, en Chihuahua. Pero no, en realidad fue aquí, cerquita, a centímetros de estos dedos que escriben, de esos ojos que leen periódicos, de esas historias que sin los periodistas no sabríamos. Si muere Miros, morimos nosotros también. La sociedad entera sufre amputaciones de oídos y ojos y manos que critican, denuncian, investigan y publican en los medios de comunicación. No es un periodista más, es una sociedad herida en la muerte de cada periodista.
Es eso, la muerte barata, automática, a la vuelta de la esquina, que en muchas regiones se ha normalizado, se asume como algo cotidiano y normal, o resistir, esquivar las balas, saber dar dos pasos atrás y darle tregua a las letras y las historias y las investigaciones, o abandonarlo todo y huir, o buscar asilo en Estados Unidos y otros países de Europa, como lo hizo Alejandro Hernández Pacheco, el reportero televisivo, en Torreón, Coahuila, que tuvo que buscar asilo en Estados Unidos, donde empezó como recolector de basura o mesero o limpiando los patios y jardines de los norteamericanos, y ahora es de nuevo camarógrafo en una televisora de ese país. Suman unos 250 periodistas que han solicitado asilo en años recientes al gobierno estadounidense, porque en México se acabaron los escondites, porque la vida es todo lo que les queda, porque tiene dignidad y familia, y escribir es como respirar y no hacerlo es otra forma de morir.
No puede ser uno periodista del silencio porque entonces no se es periodista, pero qué importante es saber qué es lo que no puedes publicar o cuándo detenerte para no perder la vida, pero nunca quedarse callado. Ubicar esa parte de la historia es seguir escribiendo: esconderla, guardarla, posponerla, que no cancelarla, es también una forma de resistir, de sobrevivir. Estamos hablando de un ejercicio ciudadano, de un derecho social, de un derecho humano, el de la libertad de expresión. De ejercerlo a través de los blogs, de las redes sociales, de pancartas y gritos en las calles, de silencios que lesionan oídos y gargantas. No es un asunto de los periodistas, sino de todos los ciudadanos. Y hay que defenderlo y la mejor manera de hacerlo es ejerciéndolo: es un derecho ciudadano, un derecho humano, y vale la pena, en tiempos tan sombríos y convulsionados, levantar la palabra escrita y hablada, que muchos nos quieren arrebatar para imponernos el silencio. Para mí, dejar de escribir es morir, es dejar de caminar, de sentir, de experimentar la vida. El silencio es una forma de complicidad y de muerte. Y yo, ni soy cómplice ni estoy muerto.
Javier Valdez Cárdenas preparó este texto para la invitación que le hizo TEDXPolanco a un encuentro de diversos profesionales con el tema “cultivando cambio”. La cita era para el 4 de junio de 2017; el periodista fue asesinado el 15 de mayo. A tres meses del crimen, no hay resultados de las investigaciones.
Se reproduce este texto con autorización de editorial AGUILAR.