Aristegui Noticias.
Ciudad de México. El cambio del régimen político inevitablemente generará resistencias. Habrá quienes se opongan porque disientan de la orientación, la oportunidad, el contenido o a la profundidad de los cambios. No faltarán quienes lo hagan por mantener el statu quo o para defender privilegios. La oposición al cambio es parte del ejercicio de la libertad política. Con quienes se oponen a la transformación del régimen hay que debatir, no descalificarlos. Como dice Julio María Sanguinetti: “no hay nada más revolucionario que la libertad” y “no hay mejor utopía que la de construir realmente una sociedad democrática”.
El conflicto es inherente al cambio, sobre todo cuando se politiza un tema que por su naturaleza es social o económicamente complejo, pero la confrontación no es la mejor opción para pavimentar el camino hacia la transformación del régimen. Mucho menos si el conflicto es entre los poderes del Estado.
Descalificar al poder ejecutivo o a la mayoría en la Cámara de Diputados porque pretenden que en la elaboración y aprobación del presupuesto se respete la Constitución; o a los integrantes de la Suprema Corte, porque dan trámite a un medio de control constitucional y acuerdan medidas cautelares, es una muy mala señal en la ruta del cambio.
Para avanzar en la transformación del régimen es necesario definir la agenda del cambio y estar dispuestos a debatirla, sin descalificar a los interlocutores. Salvo que se apele al ejercicio de la soberanía popular por la vía de un constituyente originario, el cambio solo será posible negociando cada reforma constitucional con las oposiciones.
La esencia de la democracia es el debate político, pero me parece que este debiera darse fundamentalmente entre el gobierno y su mayoría en el Congreso, con las oposiciones y la sociedad civil, y solo excepcionalmente entre el poder judicial y el legislativo o el ejecutivo, porque la función esencial del primero, es ejercer sus competencias de control de la constitucionalidad de todos los actos del poder público y cumplir su función de contrapeso al legislativo y el ejecutivo, como garante de la Constitución.
La tensión generada por la aplicación de las disposiciones constitucionales y legales en materia de remuneraciones de los servidores públicos era innecesaria, porque hay un amplio consenso en el diagnóstico del problema y en la propuesta de cambio: se ha llegado a excesos inaceptables en el ejercicio del poder, en particular en el uso de los recursos públicos, y es imprescindible revisar, bajo el principio de austeridad, las remuneraciones de la alta burocracia.
Las disposiciones constitucionales sobre las remuneraciones de los servidores públicos, y el salario del presidente como límite a ellas, están en la Constitución desde 2009, y la ley impugnada se votó en el Senado en 2011, ambas de manera unánime por quienes ahora las cuestionan; no las estableció el gobierno actual, este solo intenta aplicarlas luego de que los dos gobiernos y las tres legislaturas anteriores nada hicieron por cumplir y hacer cumplir la Constitución.
Las impugnaciones de la CNDH y de la oposición en el Senado; la admisión de los medios de control constitucional y la suspensión de los efectos de la ley, en la Suprema Corte; así como los recursos interpuestos por el poder ejecutivo y por la mayoría en el Senado, para que se revise la suspensión, son legítimos. Todos han seguido los cauces institucionales. Las descalificaciones están de más.
Es importante precisar los alcances de la suspensión: el tope a las remuneraciones de los servidores públicos está en la Constitución, no en la ley; la Suprema Corte no se pronunció sobre la constitucionalidad de la ley, solo concedió la suspensión de los efectos y consecuencias de los artículos relacionados con la fijación de las remuneraciones en el proceso presupuestario, esto de ninguna manera limita las facultades constitucionales del ejecutivo y el legislativo para elaborar y aprobar el presupuesto, incluidas las facultades y el mandato constitucional a la Cámara de Diputados de fijar las remuneraciones y el tope salarial de los servidores de todos los entes públicos. La suspensión no modifica el proceso presupuestario.
El marco constitucional es claro y las competencias están establecidas con precisión: al presidente de la República corresponde proponer las remuneraciones de los servidores públicos del poder ejecutivo, incluida la suya, que será el tope salarial para todos los entes públicos; a los poderes legislativo y judicial y a los organismos constitucionales autónomos, proponer las de sus servidores públicos.
Las remuneraciones de todos los entes públicos, y el límite de ellas, las fija la Cámara de Diputados al aprobar el Presupuesto de Egresos de la Federación, pero hay algunas restricciones constitucionales: nadie podrá recibir un remuneración mayor a la del presidente de la República; la garantía de independencia de la función judicial y los artículos transitorios de la reforma constitucional en materia de remuneraciones de los servidores públicos impiden disminuir los salarios de los integrantes del poder judicial y del Consejo General del Instituto Nacional Electoral, durante el periodo de su encargo, y existe un mandato constitucional para ajustar o disminuir los salarios que rebasen el tope establecido en el artículo 127 constitucional, es decir, los de la alta burocracia.
Si se lee correctamente el acuerdo de suspensión de los efectos de la ley, y en el proceso presupuestario los poderes federales realizan su trabajo con base en sus atribuciones constitucionales, no debería haber espacio para el conflicto.
Si el ajuste a los sueldos de la alta burocracia va acompañado de un aumento significativo de los salarios de la mayoría de los trabajadores al servicio del Estado y esto permite cerrar la brecha salarial entre los niveles de mando y la inmensa mayoría de los servidores públicos, el debate habrá valido la pena