La Jornada
En el país existe un número indeterminado de soldados, policías y marinos que han sido declarados desertores por sus propias instituciones, pero –a decir de sus familias y organizaciones civiles– hay elementos para pensar que en realidad han sido víctimas de de-saparición. A esos uniformados, lamentan, las autoridades no los buscan para no admitir que las fuerzas de seguridad son vulnerables.
Dichos casos siguen una misma pauta: los organismos esperan tres días para declarar desertores a los uniformados para de esta forma responsabilizarlos a ellos mismos por su ausencia y amenazar con castigarlos cuando aparezcan, además de negar a sus familias las garantías y prestaciones a las que tienen derecho.
Acusados de abandono de trabajo
Un ejemplo de lo anterior es la historia de Juan Hernández Manzanares, quien en 2009 se enroló en la Policía Federal (PF) y un par de años después, el 19 de febrero de 2011, desapareció cuando se encontraba en un hotel del municipio de San Nicolás de los Garza, Nuevo León, donde se hospedaban él y más de 300 elementos de la corporación.
Después de varios días sin saber de su hijo y sin que el mando de la PF diera alguna explicación, su madre, Patricia Manzanares, acudió directamente al cuartel policiaco en San Nicolás sólo para descubrir que el comandante de Juan ya había elaborado la tarjeta informativa de su ausencia y decretado su baja.
Cuando un policía federal desaparece, explicó la mujer, el mando jerárquico nunca llama a los familiares ni pone una denuncia ni avisa, con el propósito de que pasen tres días para después reportar a su centro de mando que abandonó el trabajo, porque cuando es así, ellos pierden automáticamente todos sus derechos.
Al indagar más en lo ocurrido, Manzanares logró documentar alrededor de 200 casos más de policías que supuestamente desertaron entre 2009 y 2014, y 80 por ciento de los expedientes de baja argumentan que los servidores públicos incurrieron en abandono de trabajo por andar de borrachos o con su novia, incluso que pasaron voluntariamente a las filas del crimen organizado, aunque haya elementos que sugieran una probable desaparición.
Meses después, los responsables de la PF trataron de convencer a Patricia Manzanares de que su hijo en realidad fue asesinado, al mostrarle un video donde aparecía un grupo de delincuentes decapitando a policías.
Se fue en desacato a las órdenes
Un caso similar al de Juan Hernández es el de Luis Ángel León Rodríguez, también agente de la PF, desaparecido el 16 de noviembre de 2009, cuando él, acompañado de otros seis policías y un civil, transitaban por el municipio de Zitácuaro, Michoacán, y al parecer fueron agredidos por miembros de la delincuencia organizada.
Seis días después de saberse de él y de sus compañeros por última vez, la madre del sargento, Araceli Rodríguez, pidió explicaciones en el centro de mando de la PF, de donde fue sacada en una patrulla y amenazada con armas largas.
Tras llegar a su casa, justo después de haber denunciado que su hijo estaba desaparecido, Araceli recibió la llamada de un funcionario que pedía hablar con su hijo porque tenía seis días que no se presentaba a trabajar y le estaban levantando un acta por abandono de trabajo, como desertor. La misma acusación pesaba sobre los demás elementos.
Cuando finalmente logró poner una denuncia, la mujer se percató de que la versión de la PF seguía siendo que los siete agentes desaparecidos se habían ido desacatando órdenes, a pesar de que ella tenía pruebas de que fue enviado a Michoacán por motivos de trabajo.
Dicha versión oficial no ha cambiado ni siquiera después de que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos emitió la recomendación 66/2017, en la que pide a la PF que se disculpe públicamente por haber mandado a un grupo de agentes sin protección a una zona peligrosa.
A más de 10 años de la desaparición de su hijo, “sigo pensando que a los chicos los ven como carne de cañón, como números, no como seres humanos, porque piensan: ‘¿Ya desaparecieron o mataron a uno? Pues recluta otro y llenas la fila. No pasa nada’”.
Un elemento que puede precipitar la desaparición de un uniformado, afirmó Rodríguez, es alzar la voz para quejarse de sus malas condiciones de trabajo, como al parecer ocurrió con el infante de marina Paolo Cano (cuyo caso se ha informado en este diario), de quien nada se sabe desde 2010 en Lázaro Cárdenas, Michoacán, pero fue declarado desertor en vez de ser buscado con vida por la Marina Armada.
Pese a la gravedad del fenómeno de las desapariciones en México–que ha dejado más de 40 mil víctimas, de acuerdo con estimaciones oficiales–, los reportes de las instituciones de seguridad presentan una numeralia contradictoria e incompleta que no permite saber a ciencia cierta cuántos efectivos pueden encontrarse en esa situación y si han sido buscados o no, de acuerdo con especialistas que han estudiado el tema.
La Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) dejó de registrar la cantidad de soldados desaparecidos en años recientes, de acuerdo con datos obtenidos por este diario luego de enviar solicitudes de información.
Según el estado global del personal del Ejército y Fuerza Aérea Mexicanos que por diferentes motivos causó baja, de 1985 a 2018, a partir de 2015 abruptamente dejaron de suceder casos de desaparición de personal castrense.
La categoría de baja por desaparición comenzó a incluirse en los registros militares apenas en 2010, año en que se contaron ocho casos. En 2011 se documentaron 22 eventos; en 2012, 15; en 2013, 67, y en 2014 llegaron a su punto más alto, con 130.
A partir del año siguiente tuvo lugar una caída atípica de los números sobre el tema, que no ocurrió de forma gradual. De los 130 casos de 2014, la Sedena pasó a cero en 2015, misma cifra reportada en 2016, 2017 y 2018.
Lo anterior contrasta con otros datos oficiales del mismo Ejército mexicano, el cual admitió, en respuesta a una segunda solicitud de información, que en 2016 desaparecieron dos elementos en Jalisco y Tamaulipas y tres más en 2017, dos de ellos en Puebla y uno en Veracruz.
Sin registro
La Secretaría de Marina (Semar) reconoció que de 2012 a 2018 ha tenido registro de ocho elementos desaparecidos en el ejercicio de su deber, con una declaratoria oficial del hecho. No obstante, parece no haber registro y búsqueda coordinada entre autoridades navales y civiles, pues ninguno de los casos mencionados se reflejó en un expediente de investigación de la Fiscalía General de la República, organismo que tiene inscrita la desaparición en 2011 de un elemento de la Marina en Nuevo León.
La PF señaló que únicamente tiene documentados tres casos de desaparición de sus agentes de 2012 a 2018, pero madres de elementos desaparecidos afirman que los casos se cuentan por cientos, aunque muchas familias no los reportan por miedo a sufrir represalias.
Los anteriores reportes de las instituciones de seguridad tampoco coinciden con los números de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas, la cual tiene registro de 29 integrantes de la PF que fueron blanco de desaparición en el pasado gobierno, así como nueve miembros de la Semar y nueve de la Sedena.
La Comisión Nacional de Búsqueda de Personas admitió que no puede responder cuántas víctimas que están en sus registros pertenecían a las fuerzas armadas o a la PF, pues la información contemplada en dicho registro actualmente está siendo procesada y validada.
Hay una consigna de silencio: experto
Para Guillermo Naranjo, integrante de la asociación de litigio estratégico en derechos humanos Idheas, esta discrepancia de cifras y datos es bastante preocupante, porque da a entender que no hay indicadores claros sobre la situación de las personas desaparecidas, y tratándose de las fuerzas armadas, la situación es más grave porque nos habla de invisibilización normativa.
De acuerdo con el abogado, no hay elementos que permitan saber si los 130 soldados desaparecidos en 2014, por ejemplo, han sido buscados, porque cuando ocurre la desaparición, los militares son invisibilizados, no se reconoce el fenómeno como tal y no se respetan las prestaciones de seguridad social a las que tendrían derecho sus familias.
Lo anterior es posible, lamentó, debido a que las leyes castrenses señalan que si un elemento no se reporta durante tres días seguidos, se le considera desertor, y eso permite que todas las desapariciones cometidas contra estas personas en el ejercicio de sus funciones puedan quedar impunes.
Al deslindar al Estado de toda obligación de búsqueda, señaló Naranjo, “se revierte la carga de responsabilidad a los propios desaparecidos y sus familias, a quienes se les advierte que cuando aparezca su ser querido, puede ser sancionado, así que ‘mejor ya ni le muevas’. Es una especie de amenaza punitiva para que ya no exijan nada”.
Sólo las personas que han decidido seguir adelante con sus demandas y se han vuelto defensores de derechos humanos logran tener acceso a las prestaciones y beneficios que la ley considera para ellos, pero en la mayoría de los casos, los familiares de soldados, marinos o policías desaparecidos prefieren no denunciar.
De acuerdo con el litigante, las razones de los organismos de seguridad para no admitir ni investigar desapariciones son variadas, como no pagar prestaciones a las familias ni inhibir el reclutamiento, pero también porque no quieren admitir su vulnerabilidad.
“Hay una especie de autoridad moral que se han construido, de que ellos ‘mantienen el control’, no son vulnerables y pueden enfrentar cualquier situación, y aceptar una desaparición es como admitir que tienen fallas o vacíos. Además, estos datos también podrían servir para saber dónde se están cooptando elementos militares hacia las filas de la delincuencia organizada”, dijo.