El Universal
“Organizadxs comemos todxs”, dice un rótulo bellamente inscrito sobre la fachada pintada de verde turquesa, junto al nombre de la comedora comunitaria Nkä’äymyujkëmë, en lengua ayuujk. Afuera, sentado a la mesa, un joven come una comida completa: sopa de codito, arroz con verduras, huevo cocido, tortillas de maíz y agua de horchata. Al terminar, él mismo lava sus platos. Concluye su visita al depositar 15 pesos en un bote de plástico.
Un brevísimo espacio en lo más alto de la calle Panorámica del Fortín, en la ciudad de Oaxaca, se ha convertido en refugio, espacio sexodisidente y comedora comunitaria para un conjunto de personas que en el acto de alimentarse y compartir los alimentos con otros ven una lucha económica, cultural, social y política.
“Para mí significa salvarme del hambre”, explica Fili, hablante de ayuujk y una de las tres personas que se encargan de limpiar, lavar, cocinar, recolectar alimentos en la Central de Abasto y recaudar fondos en redes sociales, entre otras de las múltiples tareas que implica este esfuerzo.
“Surge a partir de la primera necesidad de alimentarme, de alimentarnos entre la banda que somos sexodisidentes, indígenas y migrantes en este territorio oaxaqueño”, cuenta.
El espacio en el que funciona la comedora confirma esa premisa: está conformado por no más que una parrilla de uso rudo, un refrigerador, algunos huacales con despensa y enseres, tres mesas de plástico, un sistema de lavado de manos y trastes; unas cuantas sillas.
Esta necesidad fue la que les llevó a la organización del Tianguis Autogestivo, Feminista y Disidente, desalojado con violencia por policías municipales y estatales en noviembre de 2020, en inmediaciones de la Casa de la Cultura Oaxaqueña.
Así nació la comedora y desde entonces la sostienen alrededor de 10 personas con diversas ocupaciones que sienten afinidad con la labor comunitaria.
“Para las personas que asisten a comer, se les recibe, se les invita a lavarse las manos, les proporcionamos su comida completa, después de sus alimentos les compartimos que es un espacio en el que cada quien lava su plato, vaso y cucharas”, explica Niza, quien se dedica a la encuadernación artesanal.
“Se les comenta que la comida es gratuita para quienes la precarización les ve afectada; en cambio, para quienes tengan posibilidades de alguna cooperación solidaria, se les pide 15 pesos por su comida completa y les comentamos que nos ayuden a difundir la comedora para llegar a más personas que les sea necesario algo tan vital como lo es la comida”, señala.
Fili espera que este espacio se convierta en un refugio, no en el sentido material, de personas sexodisidentes, indígenas migrantes, madres independientes, animales rescatados. En una escuela autónoma en la que se hable con normalidad de temas como el racismo, la exclusión a partir de la turistificación de la ciudad y los feminismos cotidianos. Todo esto atravesado por la premisa fundamental de compartir los alimentos.
“Nos orillan al hambre constante, al hambre estructural que prefiere enriquecer a unos cuántos, por eso esto es una lucha política personal, porque luchar por no pasar hambre dignifica toda labor humana”.
Nkä’äymyujkëmë, afirmación en ayuujk expresada en género neutro y que señala algo tan sencillo como el acto de llevarse una cuchara a la boca: “Comamos juntxs”.
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