Ernesto Reyes
En todas las culturas – afirma la doctora Martha Carmona Macías, curadora-investigadora del Museo Nacional de Arte- el hombre, observador de la naturaleza, se percató del ciclo vital que todo ser vivo tiene. A partir de ahí tuvo la preocupación de explicar qué significaba morir y pensó que debía existir otro mundo paralelo hacia dónde trascender. Así surgió el pensar que el fallecido iría a algún lugar especial y se iniciaron los rituales mortuorios donde se inhumaba al cadáver con objetos que podría necesitar en el plano al que trascendería.
Fray Bernardino de Sahagún, basado en las creencias mexicas, menciona que, de acuerdo con la forma de morir, los difuntos acceden a diferentes lugares. Por ejemplo: los guerreros que perdían la vida en batalla o en sacrificio, así como las mujeres muertas en parto, irían al paraíso del sol; al Tlalocan, paraíso de Tláloc, todos aquellos que sucumbían por alguna causa relacionada con el agua o fulminados por un rayo; el lugar destinado para los niños lactantes era el Xiotlalpan, donde eran amamantados por un árbol que tenía por hojas mamas que segregaban leche; mientras que al Mictlán irían todos aquellos que morían de manera común.
Respecto a las nueve galerías por las cuales cruza el difunto para llegar a los dominios de los dioses de la muerte, el arqueólogo, Eduardo Matos Moctezuma, menciona un punto donde dos montañas chocan entre sí, poniendo en peligro las esencias. Él no les llama almas, por ser un concepto occidental, sino esencias.
Otro punto de dicho recorrido estaba resguardado por una lagartija verde o por una serpiente…El octavo consistía en cruzar un río con la ayuda y compañía de un perro guardián, hasta, finalmente llegar al noveno que era ya el Mictlán, donde habitaban Mictecacíhuatl, el señor y la señora de los muertos o del inframundo.
Este viaje duraba cuatro años, según explicó el investigador esta semana, durante una videoconferencia. Matos aborda la relación existente entre el tiempo de concepción de un niño y hasta su nacimiento. Desde el momento en el cual una mujer sabía por distintos síntomas que estaba embarazada, pasaban nueve lunaciones, o ciclos lunares. Por tanto, esta cuenta no tiene que ver con nuestro calendario actual, afirma, pues, para nosotros, un mes tiene 30 días; pero para los antiguos, nueve lunaciones eran 18 meses de 20 días, que son los nueve pasos para llegar al Mictlán.
La gran diferencia con quienes hacen un paralelismo con el cielo o el infierno es que “el individuo nacía y, al morir, iba hacia el viaje sin retorno al vientre materno, al vientre universal”. Por tanto, tenía que pasar de regreso por esos pasajes peligrosos por los que había atravesado al nacer. Según la interpretación del investigador, “los niños que morían al nacer, es decir, en el vientre materno, llegaban a donde había un árbol nodriza, cuyas hojas tenían leche para alimentarlos mientras esperaban a que los dioses volvieran a colocarlos en la matriz de una mujer”.
Cierta o no dicha teoría, la muerte la vemos en nuestra cultura como un acto natural. No se le teme, considerando que es el medio para trascender del mundo terrenal. “Entre los antiguos mixtecos, como también en el resto de Mesoamérica, la muerte no era el final de la vida”, afirma la maestra Carmona, sino el cierre de un ciclo en la tierra: “es un nuevo existir en otro plano; la muerte es un rito de paso de la gente para reunirse con sus ancestros”. Hoy, que la pandemia del Covid-19 nos lleva al punto límite, revaloramos más la fugacidad de la vida y la cercanía con la muerte.
Esta temporada, con todos sus preparativos en olores y sabores, me trae gratos recuerdos de cuando éramos niños y el tío David, desde San Pedro Ixtlahuaca, nos llevaba, hasta Tuxtepec, pan de muerto y chocolate, por lo que en el altar familiar nunca faltaba este alimento que nos permite convivir con los ausentes, al igual que otros comestibles y ofrendas. Sirva este recordatorio en memoria de quienes ya no están con nosotros, y desear que esta tradición, tan mexicana, jamás termine.
@ernestoreyes14
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