Uriel Pérez García
A cuatro años de haber ganado la presidencia de la República y a poco más de tres de haber iniciado en el actual gobierno federal, la inauguración de la refinería de Dos Bocas como insignia de cumplimiento de promesas de campaña, sitúa a López Obrador a la mitad de un camino en el que aun y con todo y sus errores y aciertos, como un mandatario que se ha mantenido por una ruta que ha garantizado estabilidad, gobernabilidad, pero principalmente legitimidad.
En términos generales, la Ciencia Política define a la legitimidad como el reconocimiento o aceptación de la sociedad de que las decisiones que toma el gobierno pueden y deben ser aceptadas y obedecidas en términos de que existe fundamentalmente una creencia consensuada respecto a que el gobernante tiene ese auténtico derecho de ejercer el poder, es decir la autoridad.
Desde esta perspectiva, Max Weber distingue tres clases de autoridad que de igual forma y de acuerdo al contexto social y político puede tener o no legitimidad: 1) autoridad tradicional, sustentada en la fuerza de la costumbre como en el caso de las monarquías; 2) legal racional, que se funda en el principio de legalidad donde las normas conceden y limitan el ejercicio del poder político; 3) carismática, basada en esas cualidades excepcionales de quien ejerce el poder y que tiende a mitificarse en grandes líderes que encabezan movimientos revolucionarios.
Desde este enfoque, podríamos decir que la legitimidad del presidente se sustenta principalmente en una autoridad carismática, ante la personificación de la esperanza de una auténtica transformación que deconstruya las enormes desigualdades, pero también se sostiene en una autoridad legal que impone límites y contrapesos, por lo que como es común en los liderazgos unipersonales, se ha buscado hacer a un lado este margen de legalidad.
En este estilo personal de gobernar, el presidente en reiteradas ocasiones ha buscado minar los equilibrios institucionales que se han construido en las últimas décadas en aras de la transición democrática de nuestro país, pero también hay que reconocer que ha sabido mantener esta legitimidad a través de un consenso mayoritario ante la ciudadanía; consenso que ha quedado de manifiesto en los comicios que por antonomasia son el instrumento fundamental de expresión para la evaluación de los gobiernos, sobre todo cuando la participación se da en un marco democrático con reglas que permitan contiendas equitativas.
Luego entonces, lo que la sociedad ha demostrado en las urnas en los procesos electorales suscitados durante la gestión del actual gobierno federal debe interpretarse como un evidente respaldo a la manera de conducir la administración pública en concordancia o en relación a las expectativas sociales generadas en una campaña permanente que se acompaña de la esperanza de un cambio profundo.
No obstante, hay que subrayar que por otro lado se ha suscitado una pérdida de apoyo al proyecto que para muchos no ha cumplido con lo esperado, pero que ante una oposición sin rumbo y ensimismada, opta por alejarse de la participación social y política, refugiándose en ese desencanto que se expresa en múltiples líneas siendo la más evidente el abstencionismo.
Los partidos y actores opositores siguen sin definir una estrategia más allá del desgastado discurso antiobradorista, ingrediente que le ha permitido al presidente mantener el rumbo sin mayores obstáculos, bastando con la voluntad para cumplir sus promesas de campaña con hechos en algunos casos y mediante una estrategia discursiva en otros.
Si algo es indudable, es que en muchos aspectos Andrés Manuel López Obrador ha marcado un antes y un después que se distingue precisamente por ese nivel de legitimidad excepcional en un contexto social y político sumamente complejo, marcado por diversos contrastes que van desde las llamadas deudas históricas, hasta el paulatino desarrollo político e institucional que pareciera ser un obstáculo para la propia legitimidad.
En este sentido, queda claro que independientemente de quién suceda a López Obrador en la presidencia de la República, difícilmente tendrá el mismo nivel de legitimidad que se sustente en la autoridad carismática por encima de la legalidad, por lo que debe quedar claro que el camino será apuntar hacia el fortalecimiento institucional y legal en un margen que apueste siempre a la consolidación democrática y no al ensanchamiento del poder político sustentado en una persona (presidencialismo) o en un partido político.