Juan Villorio/Reforma
En los países violentos abunda la gente amable. Para evitar que alguien saque la pistola, pides todo por favor.
La cortesía mexicana ha sido un recurso de supervivencia, no sólo ante quienes pueden desenfundar un arma, sino ante los abusos del poder. Si tu jefe es autoritario, no hay respuesta que supere al “sí, licenciado” (sobre todo si él no acabó la preparatoria).
Pero las cosas están cambiando. En las películas de los años cuarenta, los personajes iniciaban cualquier propuesta diciendo “no me lo tome a mal…” y asumían con humildad que su destino estaba en el piso: “a sus pies, señora”. La Época de Oro del cine mexicano mostró personajes que traicionaban con enorme educación.
A los diez años, mi padre me reprimió severamente por exclamar “¡chin!” cuando perdió el Necaxa, lo cual me llevó al doble estoicismo de soportar derrotas con silenciosa cortesía.
Hoy es perfectamente normal que alguien diga procacidades en horario Triple A y a nadie le extraña que sus hijos hablen como estrellas de hip-hop que salieron de prisión.
La libertad lingüística tiene indudables efectos positivos, pero también hace que los insultos pierdan fuerza. Es raro que un amigo del alma exprese su cariño sin decirte “cabrón”. Para ofender a una persona, ahora debemos esforzarnos más, escarbando en sus debilidades psicológicas.
Durante dos siglos de vida independiente, México vivió para ser un país de probada gentileza. No es casual que entre los pioneros de nuestro concepto de nación se contaran escritores como Guillermo Prieto y Vicente Riva Palacio, que asociaron la identidad con el uso correcto y creativo del lenguaje. Prieto salvó la vida de Juárez con una frase extraordinaria. El Presidente estaba a punto de ser ultimado y el poeta dio con las palabras que podían salvarlo: “Los valientes no asesinan”. La patria se había forjado con tan buena retórica que Prieto evitó un magnicidio con un aforismo.
La estratificación social y la seguridad del país dependieron del uso selectivo de la amabilidad hasta que todo mundo tuvo derecho a ser grosero. El requisito esencial de cualquier reality show contemporáneo es que los involucrados sean apropiadamente vulgares. La sinceridad ensucia.
¿Qué hacer con la amabilidad que costó tanto trabajo construir? ¿Desapareció del todo?
A reserva de estudiar más el fenómeno, adelanto una hipótesis: nuestras ricas reservas de urbanidad, y nuestra probada capacidad de enredar las cosas, permitieron que el buen trato se convirtiera en una ofensa.
Analicemos la dialéctica de un país complicado. Una de las palabras que perduran de la época amable es “caballero”. Sin embargo, nadie la usa porque alguien te considere digno de ella, sino para mantenerte a raya. “Un momento, caballero” significa que ese no es tu momento.
Esta variante corrosiva de la cortesía se ha extendido a los celulares. En la era de los teléfonos fijos la gente llamaba sin avisar y a veces a lo loco: “¿adónde hablo?”, preguntaba, como si marcara los números al azar.
Durante la pandemia, la comunicación a distancia se volvió tan decisiva que generó un nuevo hábito. En forma prudente, las personas mandan este mensaje de texto: “¿Te puedo llamar?”. Se trata, en principio, de un gesto que considera al otro y asume que puede estar ocupado. Sin embargo, se ha convertido en una amable variante de la presión social: ¿cómo decir “no me llames”? El ser social debe estar disponible, al menos en algún momento.
Por lo general, quien recibe el mensaje da una cita para hablar. Si deja al otro “en visto”, con las dos acusatorias palomitas que señalan que recibió su pregunta, queda como un miserable. Estamos ante una variante impositiva de la gentileza, que deja mal parado a quien no contesta favorablemente.
El asunto puede empeorar. Hace poco recibí este escueto whatsapp desde un número desconocido: “Perdona la forma”. ¿Cómo contestar sin ser descortés ante alguien que sólo pide disculpas? ¿Se trataba de un impertinente o de un amigo con tantos problemas que había perdido su celular y no podía decir nada más?
También yo he estado al otro lado de la línea. Cuando le hablo por primera vez a alguien y se me olvida identificarme, me choca que pregunte “¿quién eres?” (no oigo la voz, pero intuyo el tono de reclamo).
La nueva amabilidad sirve para que el otro sea amable. La cortesía ya es una amenaza.