La vejez actualizada

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Reforma

En apariencia, quien dispone de papeles en regla y carece de acta de defunción, se encuentra en buena condición cívica. Pero eso no siempre basta; los viejos se someten al más extraño trámite de nuestra burocracia: demostrar que siguen vivos.

Recientemente, un amigo que ha rebasado los 80 tuvo que presentar su Prueba de Vida. Poca gente se mantiene más activa que él, pero de nada sirve que sus colegas lo sepan; lo decisivo es que lo sepa el “sistema”.

¿Cómo demostrar que su identidad y sus cheques no han sido usurpados por otra persona? Ni las constancias médicas ni sus publicaciones sirven para avalar que todavía es él mismo. Sólo las máquinas pueden declararlo en forma: lo decisivo no es la historia clínica, sino la salud digital. Si el “sistema” te da de baja, moriste en vida.

Para confirmar su supervivencia, mi amigo participó en una videoconferencia grabada y respondió preguntas en las que no había espacio para bromas, pues, literalmente, su vida estaba en entredicho.

La tecnología existe en función de lo nuevo -cada aparato es el prototipo del que lo sustituirá-; su dinámica se rige por la caducidad y la obsolescencia, no sólo de sus productos, sino de sus usuarios. Todos los días se inventa algo que excluye a una generación. Las aplicaciones digitales son más atractivas para un niño de cuatro años que para un anciano, entre otras cosas porque el anciano no las necesita. Pero vivimos en una sociedad represiva donde la tecnología es obligatoria.

El inolvidable Fernando Rodríguez Miaja llegó a los 103 años sin dejar de tener actividad económica. Era el decano del exilio español en México; había sido ayuda de campo de su tío, el general Miaja, defensor de Madrid durante la República; en México se desempeñó exitosamente como ingeniero, y benefició con su afecto y su agudeza a las muchas personas que lo conocieron. A los 103 años se acordaba de todo, pero minimizaba esta habilidad diciendo: “la memoria es la inteligencia de los tontos”. Cualquiera que sea capaz de rebasar los cien años en esas condiciones merece un premio, pero… ¡explíquenselo a las máquinas! Cada vez que don Fernando entraba a una plataforma del SAT u otro sitio temible, encontraba un rubro que decía “edad” y que sólo admitía dos dígitos. Ser centenario era un motivo de exclusión.

La tecnología se ha convertido en la más tolerada forma de la discriminación. En algunos museos la información sobre las obras está en un código QR. Aunque pagues el mismo boleto que los demás, sólo conoces las cédulas si cuentas con un teléfono inteligente.

Paso a otro ejemplo. Mi madre, que la próxima semana cumplirá 89 años, recibió la amenazante noticia de que su cuenta bancaria sería cancelada si no renovaba sus datos. En rigor, el trámite era innecesario porque los datos no han cambiado, pero exigían incorporarlos a un nuevo programa.

El jueves pasado comprobamos que, gracias a la modernidad, los instrumentos no dependen de los burócratas, problema grave, sino los burócratas de los instrumentos, problema letal.

Mi madre pertenece a la franja previsora de la humanidad que llega a cualquier oficina con más documentos de los necesarios. Puede localizar sin apuros una remota fe de bautizo. Sin embargo, para actualizar sus datos, los papeles no bastaban; debía contar con una aplicación en su celular. Que el banco exija que lleves un aparato debería ser tan absurdo como que un restaurante exigiera que llevaras tu propio microondas.

Pero el banco aún pide algo más: clientes con huellas digitales. No toma en cuenta que, con los años, algunas personas pierden las líneas dactilares. Es el caso de mi madre. El recurso del touch screen es otro agravio a la vejez.

Pensé que nos salvaríamos porque soy cofirmante de la cuenta, pero la ejecutiva que nos atendió se asomó al “sistema” y descubrió que la firma que registré hace cuarenta años ya no se parece a la que hago ahora. No pudo señalar la discrepancia porque tiene prohibido mostrar las firmas y me invitó a realizar un prodigio nemotécnico: “Acuérdese de cómo firmaba… hay un detallito en la J”.

Para existir debes estar digitalmente actualizado. ¿Pero quién actualiza la vejez? Mi madre no recuperará sus huellas digitales y yo no recuerdo un garabato de hace cuarenta años. Creo ser la misma persona, pero el “sistema” no está de acuerdo: mi identidad depende de un detallito en la J.