LA X EN LA FRENTE
Moisés MOLINA*
Con las emociones aún frescas por el Congreso Sílex, que reunió en la Universidad Pontificia de México a una pléyade de juristas de distintos países del mundo a discutir temas relativos a la argumentación judicial, escribo estas reflexiones antes de tomar el camino de regreso a casa.
Será esta una reflexión inserta en el género de la ficción, y en todo caso debe tomarse como una advertencia sobre aquello que no podemos darnos el lujo de que pase con la administración de justicia; esto es, con el trabajo de nosotros, los jueces.
En su exposición, José Ramón Cossío -Ministro en retiro- contó la anécdota de cuándo le preguntaron con qué tipo de juez se identificaba más (en abierta referencia al “Juez Hércules” popularizado por Dworkin).
Perturbado en su ánimo por alguna razón, Cossío reconoció que de mala gana contestó que él se identificaba más con el “Juez Bimbo”, que como sabemos es la panadería más grande de América Latina y probablemente del mundo.
¿Por qué la apresurada referencia? Porque respecto de lo que hace y ha hecho siempre el juez mexicano no hay lugar para el romanticismo.
Mientras el Juez Hércules es aquel capaz de encontrar con omnisciencia siempre la respuesta correcta para los casos difíciles, el Juez Bimbo es aquel responsable de una auténtica “línea de producción” de sentencias.
El trabajo del juez mexicano (entre menor rango tenga, mayor será su trabajo) es básicamente la producción en serie de sentencias.
El juez mexicano, siempre asechado por las carencias, está terriblemente expuesto a la monotonía y a las prisas de una especie de fordismo jurisdiccional.
En tanto Dworkin y -antes – Calamandrei poetizaban sobre jueces sobre humanos (casi dioses) recipiendarios de todas las virtudes para hacer de cada sentencia una obra de vida, la realidad se escapaba por multiversos.
Antes de esta reforma judicial el rezago presente en prácticamente todos los juzgados y tribunales del país, locales y federales, comunes y supremos, era ya monumental.
Y ese rezago tiene una o varias explicaciones, que van más allá de la prejuiciosa y estereotipada pereza de los jueces, magistrados y ministros.
En este país y en todos sus estados, como lo evidencian los estándares internacionales, hacen falta jueces y magistrados.
Mientras ese estándar exige -para tener una administración de justicia adecuada – que existan 65 jueces por cada 100 mil habitantes, en México sólo tenemos 4.
Hoy la realidad es que para el imaginario político tenemos muchos jueces y muchos magistrados. Y se nos quiere convencer de que nos ahorraríamos dinero público en sueldos que no debían pagarse, si reducimos el número de ellos y apretamos a los que queden para que hagan más rápido y mejor su trabajo.
Menos jueces, más supervisados y amenazados. ¡Brillante idea! Para qué hagan todo rapidito y de buen modo. Bueno, bonito y barato.
La realidad es que una sentencia (y voy a hablar de la segunda instancia y en materia penal, que son las que yo normalmente dicto) implica, si se quiere hacer bien, un trabajo que no se hace en una sentada.
Imagine usted:
Los magistrados (que revisamos sentencias ya dictadas para determinar si las confirmamos, las revocados o las modificamos) tenemos en nuestras manos la libertad, el patrimonio o la dignidad de seres humanos que esperan recibir una decisión correcta (o justa, para ponerlo en términos más “humanos”).
No es cuestión de aventar un volado. Trabajamos con normas jurídicas, pero también con argumentos, y un argumento implica persuasión. Nuestro trabajo es tan difícil como convencer a ambas partes en disputa de que la decisión fue la correcta aunque sólo a una de ellas favorezca. Y por supuesto que pocas veces se logra.
No por el defecto en la argumentación, sino por la íntima convicción del que defiende su propia causa más allá de lo jurídico.
En mi caso, implica estudiar los argumentos de ambas partes, calificar la valoración de las pruebas, ver horas y horas de audiencias, estudiar precedentes y doctrina cuando hace falta para clarificar la decisión, darle una estructura a la respuesta que daré y esperar que los otros dos magistrados que integran mi sala estén de acuerdo con el proyecto que yo presento, cuando se trata de sentencias.
Si no hay acuerdo, la decisión del caso se prolongará algo más en el tiempo mientras los magistrados revisan minuciosamente aquello que les “hace ruido” para arribar a sus propias conclusiones y finalmente aprobar el proyecto, votarlo en contra o formular un voto particular o concurrente.
¿Cuánto puede tardar todo ello? Dependiendo de cada caso, pero son naturalmente semanas. En mi caso, de dos a tres, por sentencia.
Podrá llegar un momento en que podamos dictar sentencias con inteligencia artificial y “jueces robot”, y producirlas auténticamente en serie.
Pero la pregunta es: ¿Estaría usted dispuesto a que la decisión de si permanece usted o no en prisión; de sí pierde usted o conserva su patrimonio; de sí su agresor se queda o sale de la cárcel, etc. la tomara una computadora alimentada con leyes, códigos y jurisprudencias para producir una respuesta automática y en más de un sentido, numérica?
Hay algo insustituible en el trabajo del juez, y es el razonamiento que, como en esta edición de nuestro Congreso Sílex, se llama “Razonamiento Judicial”, una subespecie del Razonamiento jurídico.
Y esa capacidad de razonar judicialmente, inseparable de la capacidad para interpretar y argumentar, es lo que hace que la justicia sea -como hoy se quiere- humana y cercana a la gente, al pueblo.
Imagine usted ahora a un Tribunal de Disciplina Judicial con látigo en mano detras de jueces en fila apresurados a dictar la sentencia que usted está esperando.
Puede ser que el nuevo plazo forzoso que la Constitución da de seis meses para dictar sentencias (con algunas excepciones en materia penal), parezca excesivo si se le ve en solitario.
Pero si tomamos en consideración las montañas de rezago que hay en todos los juzgados y tribunales del país ¿Qué cree usted que podría pasar?
Tal vez que cada vez menos jueces estudien detenidamente sus casos (lo que en segunda instancia se llama estudio oficiosa) y dicten sentencias apresuradas por donde se cuele el error judicial y por ende la injusticia.
Y así tendría que estar en todos los niveles. Porque hay un límite para la calidad y cantidad del trabajo, que es el de lo humanamente posible.
Si a ello agregamos que el magistrado que a usted le toque en segunda instancia podría, en la nueva realidad, revisar lo mismo asuntos penales, civiles, mercantiles, familiares o de justicia para adolescentes (de Chile, de mole y de dulce) ¿Qué garantía tendrá usted de que quien decida su asunto será un juzgador especializado y cualificado?
De entrada no quiero pensar que inevitablemente podrán haber jueces y magistrados que estarán aprendiendo y echando a perder; recorriendo a paso lento o veloz la curva de aprendizaje, experimentando con usted o con alguno de los suyos.
Pero será lo que tenga que ser. Y los jueces tendremos que trabajar con lo que nos den el legislador, los tribunales de disciplina judicial y los nuevos órganos de administración.
Y ahí estaremos, al menos en mi caso, sin rehuir a nuestra responsabilidad y con la misma pasión, compromiso y ética de siempre; asumiendo que en nuestras manos no tendremos “casos”, ni “asuntos, ni “expedientes”; sino la vida de mujeres y hombres que como nosotros tenemos la genuina intuición y aspiración de justicia.
*Magistrado Presidente de la Sala Constitucional y Cuarta Sala Penal del Tribunal Superior de Justicia de Oaxaca