LA X EN LA FRENTE
Moisés MOLINA*
Recién se viralizaron dos situaciones que pusieron, una vez mas, a los “inspectores municipales” en el centro de una polémica.
La primera, que tuvo que ver con la prohibición que estos hicieron a un grupo de personas de tomarse fotos en el atrio de nuestro bellísimo Templo de Santo Domingo, sin el previo permiso de la autoridad municipal por escrito.
Y la segunda, difundida por el periodista Humberto Cruz, en que se acusa a los inspectores de impedir que un grupo de jóvenes de una escuela de Zaachila realizarán “boteo” en el andador turístico para mejoras en su escuela, so pretexto de estar prohibida la “mendicidad”.
Ello derivó en una protesta en el propio atrio de Santo Domingo por parte de creadores de contenido, que pusieron en el foco (de lo que pude observarq en las crónicas) en cuestiones muy interesantes y pertinentes a las cuales debía abrir ojos y oídos la autoridad. Pero a ello me referiré al final.
Antes, he de resaltar la vigencia de un viejísimo, permanente e irresuelto debate entre dos posturas frente a la norma jurídica, esto es, frente a las disposiciones de la autoridad que nos obligan a todos.
Y me refiero al debate entre el ius positivismo y el ius naturalismo. El primero sustenta que el Derecho y la moral no tienen nada que ver (la ley debe obedecer se aunque sea injusta); y el segundo descansa en la idea de que sólo deben obedecerse las leyes “justas”.
Y aquí lo que claramente tuvimos fueron manifestaciones de indignación por lo que se aprecia como dos prohibiciones injustas.
En el fondo puede que, como lo dijo después la autoridad municipal, la norma no prohíba a los oaxaqueños y a los turistas tomarse fotos o grabar video en espacios público y emblemáticos de la ciudad para tener un recuerdo o algo qué presumir en redes sociales, sin el permiso del municipio.
Lo que aún no queda suficientemente claro es por qué, en el caso de la denuncia que se viralizó, los inspectores prohibieron a estas personas su sesión de foto y video teniendo como fondo nuestro icónico templo de Santo Domingo de Guzmán.
No ha quedado lo suficientemente claro qué está prohibido y qué está permitido.
Y ello nos hace pensar en la importancia de dos cosas que pasan desapercibidas:
En la importancia de contar con disposiciones jurídicas claramente redactadas
En la conveniencia de tener un cuerpo de inspectores debidamente capacitados para aplicar esas normas sin ir más allá de lo que sus redactores quisieron decir.
La primera cuestión tiene que ver con algo que se llama “racionalidad legislativa”, que puede resumirse como la conveniencia de que toda norma jurídica vigente tenga tras de sí argumentos y justificaciones “racionales” derivadas de un proceso de deliberación y consulta.
Y la segunda tiene que ver con otra cosa a la que se ha llamado “interpretación jurídica” que tiene que ver con desentrañar el sentido de la norma al momento de aplicarla; responder a la pregunta ¿qué es lo que la norma prohíbe o permite?
La racionalidad pasa por un esfuerzo serio de los productores de normas jurídicas (que no son sólo los legisladores) de tomarse el derecho en serio, no sólo para aplicar eficazmente el existente, sino para mejorarlo y lograr que constituciones, leyes, reglamentos, etc. sean entendibles, claros y precisos en su redacción. Que no sean sus artículos, confusos, oscuros o incompletos.
Y que en la elaboración de la ley intervengan lo más posible todos los interesados y conocedores de los temas a legislar, para que su legitimidad sea robusta.
Y la interpretación jurídica tiene que ver con la adecuada capacitación -en este caso en particular – a nuestros inspectores municipales para que cuando apliquen la norma sean capaces de “subsumir” los casos concretos a la noema y además, explicarle y convencer al ciudadano de por qué está incurriendo en una falta.
Los nuevos tiempos demandan que el ciudadano sepa, comprenda y entienda por qué se le sanciona.
La percepción de autoritarismo es un fantasma que duerme permanentemente en nuestro inconsciente y que despierta a la menor provocación. Hay maneras de evitarlo. No perdamos de vista que la política es un asunto de percepciones.
Finalmente habré de referirme a algo que una de las manifestantes en Santo Domingo refirió expresamente en la entrevista que le hicieron: “El derecho a la ciudad”.
Concepto que inventó en 1968 el sociólogo Henri Lefebvre y que puede resumirse en el derecho que tenemos todas y todos los habitantes de las ciudades a habitar, utilizar, ocupar, producir, transformar, gobernar y disfrutar ciudades justas, inclusivas, seguras, sostenible y democráticas.
A resumidas cuentas, el Derecho a que la ciudad sea de todas y todos.
Hay todo un programa de las Naciones Unidas llamado ONU-Habitat, Programa de las Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos, que desarrolla las directrices para que los gobiernos de todo el mundo hagan plenamente vigente el Derecho a la Ciudad que, dicho sea de paso, no tarda en reconocerse en la Constitución de Oaxaca.
Ya está consagrado en la Constitución de la Ciudad de México.
En la ciudad más bonita del mundo “después de París”, a decir de Guadalupe Loaeza, es natural que el discurso del Derecho a la Ciudad vaya tomando cada vez mayor fuerza en sectores cada vez más definidos de la ciudadanía, y los gobiernos harían mal en no escucharlos.
Una de las mayores desgracias de nuestra vida pública es el diálogo de sordos. En Oaxaca, donde la conflictiva social es consustancial a su diversidad, debemos abrir la exploración a formas cada vez más incluyentes y benignas de diálogo.
El diálogo debe instaurarse como política pública permanente antes de que los conflictos estallen.
Es la única forma posible de hacer realidad la promesa de mandar obedeciendo.
*Magistrado Presidente de la Sala Constitucional y Cuarta Sala Penal del Tribunal Superior de Justicia de Oaxaca