Fogonero: No es tiempo para “fanses” con Lucrecia Martel

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Sus respuestas son tan cortas como los diálogos de sus películas. La cita para la entrevista era a las 12 del medio día, pero los imprevistos de su participación en una mesa redonda del Coloquio Pac, que este fin de semana se ha llevado a cabo en Oaxaca, impiden que la cita se cumpla.

Es Lucrecia Martel, la misma que hace unos trece años me volara la tapa de la comprensión con La Ciénega (2011), con esos tiempos muertos que se vuelven vivos, con esas estampas familiares de hartazgos en una alberca llena de agua, pero vacía  de entendimiento.

 

Con esos accidentes fortuitos de matronas cortándose con los vidrios de una ventana que han roto en un borrachazo, con niños curiosos cayéndose de escaleras en las que nunca pasa nada, con la madriza terrible y de barrio con la que desfiguran al galancete de la película, tan confiado y desgarbado en su propio encanto.

La posibilidad de entrevistar al artífice de imágenes que todavía no puedo ni quiero olvidar es de una emoción que me desgañita.

La miró terminar su participación en la mesa redonda y ser abordada por fotógrafas,  promotoras culturales  y cineastas en ciernes. Un grupo de chicas y chico universitario se acercan a ella con una cámara y la abordan con preguntas sobre cómo hacer cine en comunidades alejadas, de lo cual ha hablado en la mesa.

Cuestiones de las que no escuche nada en mi soberbia por pensar que podré obtener de ella mejores declaraciones sólo por el simple hecho de que se quién es (o lo que su trabajo es).

Son la una y media de la tarde. Espero, Lucrecia les ha respondido de la mejor manera a los tres  estudiantes, y lo que a la larga se volvería más importante, sin monosílabos.

Después tres chicos le han mostrado tres corazones que han dibujado en su nombre. Martel los mira con cara de no saber si esto le gusta o le estremece.

Debí de regresar en la tarde como ella me lo sugirió, pero no lo hice, porque tenía otro evento que cubrir, y además porque ya estaba algo harto de la hora y veinte minutos de espera.

Debí hacerlo, pero no lo hice.

Ya en el restaurante del centro cultural San Pablo, la cineasta nacida un 14 de diciembre de 1966 en Salta, Argentina , se sienta a la mesa para la entrevista, debería estar comiendo , pero en lugar de eso está respondiendo mis preguntas.

Empiezo por preguntarle por Zama, su más reciente cinta que se encuentra en proceso de postproducción, producida por Pedro Almodóvar  y cuya acción tiene lugar a finales del siglo dieciocho.

Responde que esta se aleja de sus tres anteriores cintas “en el sentido de que no parte de un guión propio (está basada en una novela de Antonio DiBenedetto) es de época y parte de una problemática distinta que están en el trasfondo de la otras tres películas”.

Pero eso ya lo sé, lo he leído en una entrevista que le hicieron hace un año y solo he acertado a preguntar eso por puro nerviosismo.

Habla de que el protagonista  de la película, el mexicano Daniel Giménez Cacho, es un actor extraordinario con el que ya había contemplado trabajar en cintas anteriores, cosa que también ya se .

“¿Pero en que otro sentido puede ser Zama distinta a tus cintas anteriores?” le pregunto en un arrojo que me ha salido de quien sabe dónde.

“Todavía estoy muy encima de la cosa para tener claro eso”

“Aaah, estas en proceso de edición”, le digo como sabiendo que mis intereses revisionistas sobre una de mis cineastas favoritas acaban de valer queso.

Para poder continuar tengo que remitirme a una anécdota personal que no quería sacar porque sé que ya no hay tiempo.

En el 2001 0 2002, cuando vi La Ciénega por primera vez, lo hice en un cineclub en el que trabajaba, junto con un grupo de amigas antropólogas  que al principio calificaron de morosa  y aburrida la película, y que luego con mis explicaciones sobre esos “tiempos muertos que se vuelven vivos” (frase que puedo jurar causó una genuina sonrisa en Martel)  terminaron por discutirla entre ellas durante días.

Le preguntó si ese era su plan, el hacer una cinta que pudiera revisionarse de distintas maneras una y otra vez.

“Yo no tengo la receta de cómo se hace eso, pero ya estaba pensado desde el guión”

El trecho que ha dejado la respuesta de la cineasta es largo como  para poder seguir  sobre el, pero Martel me receta una cubeta de agua helada  cuando enseguida menciona que no ha vuelto a ver La Ciénega desde que la estrenó.

“¿Cómo la mirarías ahora, a catorce años de haber sido hecha?”

Martel toma un sorbo de su agua de horchata y saca una económica metralla

“No sé, me dio mucha felicidad esa película”

“Ya está cabrón, hasta aquí llegó todo” Pienso para mis adentros en vista de la prisa y poca receptividad de mi entrevistada.

Recuerdo entonces una entrevista que vi en la tele hace siglos en donde el fallecido Germán Dehesa le preguntaba a Ricky Martin sobre el significado de la belleza, el entrevistador se tomó dos minutos para formular una pregunta  que  al boricua le llevó tres palabras responder.

Y no es que yo sea Dehesa, ni Martel Ricky Martín, pero la cosa nada mas no promete.

“¿Cómo llegaron a ti estos momentos muertos, esta calma  narrativa que caracteriza tus películas?”

“Un poco por la experiencia familiar, de mi provincia. Un poco lo autobiográfico transformado”

“Ajá“ , le comento, “pero me refiero al estilo, ¿a en qué momento surgió tu estilo?”

“De eso no tengo idea, una lo hace. Cuando me dicen del estilo, no se a que se refieren exactamente.  A veces pienso que lo dicen porque presto mucha atención al sonido”.

“Pero no es algo que yo pueda distinguir y decir, ah, esto se parece a lo que hago. No me doy cuenta de eso”.

Le comento que como aplica su estilo narrativo contemplativo, esa “estética de la opacidad” definida por una crítica francesa, a Zama, su película de mayor presupuesto hasta la fecha.

“Es de mayor presupuesto en comparación a las anteriores (La Ciénega, Niña Santa y La mujer sin cabeza)  pero en comparación al gran esfuerzo que fue hacerla, su presupuesto resulta muy ajustado”.

“Tienes que ver la película, ya verás que es comprensible. Hay cosas que son distintas, pero lo parecido es una forma, un concepto de cómo llevar a cabo eso”.

Si Martel no es fanática de las primeras cintas de Cantinflas, debería de serlo. Esa última respuesta  lo desbancaría  todo.

Asumo que no hay posibilidad de juego con la entrevistada. Me limito a hacerle preguntas consabidas, como su opinión del cine latinoamericano, o cual es su película favorita mexicana.

De lo primero responde que está “bastante desactualizada”, porque se la ha pasado años en la concepción, producción  y realización de Zama.

“Para películas de alto presupuesto esta mas difícil, para películas de muy bajo presupuesto está más fácil”.

“Es más fácil conseguir buenas cámaras y buenos micrófonos por menos dinero. Podes editar en una computadora chica, no hace falta que compres un equipo de edición”.

De lo segundo apunta que le gusta Parpados azules, de Ernesto Contreras  (lo cual tiene todo el sentido del mundo) y Luz Silenciosa, de Carlos Reygadas.

Agarro al vuelo la última respuesta y le preguntó si encuentra similitudes ente su cine y el que hace el multipremiado y eterno participante del Festival de Cannes.

Por primera vez siento que he preguntado algo que a Martel le resulta desafiante.

“Me parece que él tiene otros intereses. Le gusta más sorprender con la imagen. Como que tiene ese desafió que yo no tengo”.

“A mí me importa la imagen pero no es una cosa que me desvela. Son otras cosas de la imagen, no en si su apariencia”.

Estoy agotado, pregunto a que otras cosas se refiere. Sonrió como suplicándole a Martel que abunde un poco más, que por amor de Dios, solo abunde un poco más.

“La profundidad de campo, el fuera de campo, esas cosas me gustan”.

Recuerdo que una vez leí que Martel declaraba que no le gustaba el cine, que entró a el por casualidad.

“No, no, nunca fui una fan del cine”

“¿Y ahora que lo haces, ya lo eres?”

“Tampoco”.

Martel ríe, me corta en seco y me despide con un “Ché, tengo que ir a comer. Pero me gustó la charla”.

Yo, en una frustración que trato de contener no le ofrezco la mano, ella tal vez lo nota, pero igual se va como en escena destemplada de alguna de sus cintas.

“Si supiera que soy su fan, que soñé años con este momento”, pienso y la miro irse como tonadita sufridora de tango argentino que muy probablemente a Martel le infecta.

Dos horas después, parafraseándola, y luego de escuchar mi conversación de siete minutos cincuenta y dos segundos con ella, puedo decir que yo siempre fui fan de Lucrecia Martel.

 

 Y ahora que la he tenido enfrente y me ha mandado un poco al demonio, lo soy más.