El rezo donde el depredador es Rey

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Por Rodrigo Islas Brito

El chileno Pablo Larraín se ha caracterizado desde el principio de su cine por lanzar la piedra y no pedir disculpas.

Ya fuera con la búsqueda desesperada de un genio musical tronadísimo, (Fuga, 2006) la biografía de un psicópata vulgar admirador de las fiebres de sábado (Tony Manero, 2008), la complicidad y mediocridad cívica que condujo al advenimiento de una dictadura militar magnicida (Post Mortem, 2010), o el recuento de la revuelta popular televisada que llevó a la caída del dictador Augusto Pinochet (No, 2012), Larraín sabe dónde hincar el diente y expulsar la sangre.

El Club (2015), la cinta que por estos días se presenta en algunas pantallas mexicanas es la confirmación de que Larraín sabe cómo irse hasta las últimas consecuencias a la hora de desempolvar los esqueletos en el armario que guarda la historia reciente chilena.

En esta ocasión su objetivo es la pederastia clerical católica mediante la puesta en escena de la conjunción de cuatro curas (Alejandro Sieveking, Alejandro Goic, Jaime Vadell y el histrión fetiche de Larraín, Alfredo Castro) que perviven en una casa de retiro a la que su propia santa iglesia los ha mandado a pastorear sus pecados, los cuales van desde la violación de niños y la negación de la divinidad del espíritu santo, hasta el secuestro de hijos de opositores desaparecidos por la dictadura y la complicidad para perpetuar secretos de sangre cometidos por los baluartes del pinochetismo.

A este caldo de cultivo se suma un idealista e hipócrita supervisor eclesiástico con eterno rictus de asco (Marcelo Alonso), una ama de llaves que parece haber salido de una línea de guion de El Exorcista (Antonia Zegers) y un justiciero vagabundo con nombre de monje ruso (Roberto Farías) que ha venido a explotar todos los gases tóxicos subyacentes de décadas y décadas de rezos pérfidos y mentirosos.

Larraín va lejos y en medio de eso abre camino para ir aún más lejos, desmontando todas los engaños dobles , triples y quíntuples posibles, diseccionando hasta su último aliento todas las coartas posibles de un Clero que de tanto envolverse en la cobija de sus propios embustes termina por morderse y atragantarse con la cola de su propia ignominia.

Con la visceralidad y la tripa cruel de un Michael Haneke, Larraín no se amilana ante los compromisos de su propósito.

Va derecho y no se raja, así sea pintando en un principio un idílico y algo absurdo cuadro de curitas corredores de galgos, así sea detonando todo con un suicidio salido de ninguna parte, así sea planchando y estirando al máximo los resortes hostiles, perturbadores y ásperos hasta la lija, de su guion escrito en coautoría con Guillermo Calderón y Daniel Villalobos, el chileno arriesga y gana.

El Club  significa como un documento veraz, incendiario (para quien quiere creer que no existe el incendio) sin clichés, certero, de un estado de las cosas en donde la representación de una piedad que sólo existe en la biblias de cuero y en los discursos llenos de marketing de un Papa bueno, comprensivo y redentor, se estrellan contra la inexorabilidad de una realidad donde el depredador es Rey.