Fogonero: Niño con navaja en un país cruel

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Por Rodrigo Islas Brito

Como cada final de abril y principio de mayo se juntaron las celebraciones del día del niño y del día del trabajo. Hoy las dos deslustradas en un país de desapariciones forzadas y persecuciones aún más forzadas para que al final nadie nunca aparezcan.

Hoy con el gobierno de Enrique Peña Nieto desmantelando sindicatos y persiguiéndolos con reformas que se ostentan como educativas, pero que en realidad llevan la finalidad de adelgazar en lo más posible las funciones y obligaciones del estado.

Con uno de cada nueve niños mexicanos en situación de pobreza extrema, con  25 mil 358 niños y adolescentes desaparecidos en México en los últimos nueve años, según el Registro Nacional de Personas Extraviadas del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, ser niño en un país en constante estado de pudrición como el nuestro tampoco ya da para ensoñación alguna.

Hoy los niños mexicanos, que hace algunos lustros soñaban con ser arquitectos, policías, astronautas o ingenieros, hoy solo sueñan con no desaparecer entre las estadísticas de un México que ya no simula tener grandes sueños y metas esperando por ellos.

En un país cuyo gobierno, según medios extranjeros, se atrinchera en mentiras que explican matanzas, tratando en el camino “con crueldad” a sus ciudadanos, con los derechos humanos y sus más preciadas garantías convertidos en campo de tiro constitucional para un gobierno federal ya no solo impopular, sino ya francamente invalido para con su tarea de salvaguardar los intereses más básicos de una ciudadanía que ya solo aspira a llegar al día siguiente.

Había un niño hace unos meses en la esquina de mi casa, era niño porque a la vista resaltaba que no podía tener más de once años. Estaba notoriamente espoleado por algún tipo de droga dura que después se dijo seguramente algún primo o tío le había proporcionado, o de plano se las había robado.

Blandía en una mano una pequeña navaja y ahí estaba en esa esquina asustando a quien por ahí pasara. Empuñaba el filo, agitándolo por los aires y gritando cuestiones incompresibles que tenía que ver con que nos iba a matar a todos, porque él si era un chingón.

Confieso que cuando lo vi venir trayendo yo las bolsas del mandado, me contuve un segundo, escondiéndome detrás de un carro para que no me notara. Hasta que vi que empezó a corretear a un par de señoras a las que les sacó el susto y puso a correr en medio de una andanada de gritos de terror.

Aproveche el trance para encaminarme a mi casa, pero no paso mucho tiempo para que el chavo me notara y me apuntara con su filo al grito de “¡te voy a enfierrar, pendejo!”. Dentro de la limitada velocidad que me da mi falta de condición yo trate de aplicar la velocidad al máximo.

Literalmente corrí por mi vida, aunque de reojo me di cuenta que el niño ya no me siguió, solo se quedó ahí con su pequeña estatura, confundido, mareado, con el rostro enjuto y rumiando maldiciones como un toro de lidia herido de muerte en un rayo de sol.

Llegue a mi casa corriendo y si hubieran habido cuarenta cerraduras para ponerle a la puerta se las hubiera puesto todas. Mire por la ventana, pero por ahí ya no se veía el niño, ni tampoco se oía.

Quince minutos después salí de mi casa y pregunté al señor de las casetas telefónicas de la esquina para donde se había ido el agresor. El señor juró no haber visto nada, así que hasta llegue a pensar que me lo había imaginado todo, hasta que una señora de no menos de 65 años dijo que “el chamaco se había ido tan sólo como llegó”.

Cuestioné el que porque la policía no había acudido, que porque no había habido una fuerza pública que se hubiera llevado al niño, salvándonos a los pobres ciudadanos de a pie, de su terror.

Mi respuesta nunca llegó, del niño no volví a saber nada, ni volví a tener noticias de su navaja. Se dice que los vecinos que lo recordaban afirmaron haber visto una vez su foto en la nota roja, en calidad de fiambre, tirado y hecho trizas en algún desierto del río Atoyac.

Preferí quedarme con la duda, con lo que pudo haber sido. De las razones por las que un niño fe diez u once años se drogó hasta la coronilla, tomo una navaja y se puso a aterrorizar vecinos cobardones en una esquina, sólo di por sentado que se trataba de México, del mismo México que hoy parece estar liquidando todo.