La Jornada.
Ciudad de México. Más de 10 mil trabajadores de la Secretaría de Salud de Oaxaca iniciaron ayer un paro de labores ante la falta de respuesta gubernamental a sus demandas de pago de adeudos, dotación de insumos y medicamentos en hospitales y dotación de uniformes. Como parte de esta movilización, los inconformes bloquearon los tres principales accesos a la capital de esa entidad.
Se trata de la continuación de un escenario de conflictividad social que se había manifestado antes esta misma semana, cuando transportistas afiliados a la Confederación de Trabajadores de México bloquearon los principales accesos a la capital de Oaxaca y municipios conurbados para demandar la renuncia del encargado de la Policía Federal en el área de atención al autotransporte, Carlos Chávez Hermida, por presuntos abusos en operaciones en carreteras.
Desde hace varios años, las autoridades estatales y federales han apostado al desgaste de las múltiples manifestaciones de inconformidad que se configuran cíclicamente en Oaxaca y, cuando esa fórmula no resulta efectiva para extinguir los descontentos, han recurrido a la represión violenta, como ocurrió recientemente en Nochixtlán y como sucedió hace una década en las calles de la propia capital oaxqueña.
Sin embargo, las protestas mencionadas dan cuenta de que los barruntos de estallido social no son excepcionales en la realidad oaxaqueña –antes al contrario, son parte de su normalidad– ni se circunscriben al ámbito magisterial, cuyos integrantes, particularmente quienes pertenecen a los sectores críticos y combativos, se han vuelto chivos expiatorios del discurso oficial para explicar las afectaciones recurrentes a la economía y la estabilidad política locales, a consecuencia de las protestas, bloqueos y plantones.
Es claro que tales efectos nocivos son atribuibles más a la incapacidad de las autoridades por atender las expresiones de descontento que a las organizaciones sindicales y sociales que las protagonizan. La explosividad oaxaqueña, que sale a relucir con fuerza en ciertas coyunturas críticas, es en realidad un efecto de deficiencias estructurales de las instituciones estatales y federales, como las que describe el informe más reciente del titular de la Defensoría de los Derechos Humanos del Pueblo de Oaxaca, Arturo Peimbert Calvo: En Oaxaca se ejerce violencia sistemática contra la ciudadanía desde la propia administración gubernamental. La corrupción desbordada de ciertas instancias oficiales es una de las formas más dolorosas en que se puede ejercer la violencia contra un pueblo, al privarlo de recursos que son indispensables para su sustento y bienestar
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No parece casual, por ello, que en el periodo comprendido entre mayo de 2015 y el mismo mes de 2016 dicho organismo haya atendido 21 mil 86 peticiones y quejas de personas que consideraron que sus derechos humanos fueron violentados, lo que representa un incremento de 41 por ciento respecto del periodo anterior.
El telón de fondo de impunidad generalizada que prevalece en el país, y que en Oaxaca aparece como parte de un paradigma de gobierno, incentiva el clima de atropello a los derechos de una población recorrida por la inconformidad, los rezagos sociales históricos y la inseguridad. Particularmente peligroso resulta el momento presente, en el que la debilidad institucional se agrava por la innegable pérdida de capacidad e interés de negociación de la administración saliente de Gabino Cué. Esta coyuntura, que ha sido definida por el propio Peimbert como los 40 días más peligrosos
para los derechos humanos en la entidad, hace especialmente necesario el escrutinio y seguimiento públicos sobre los distintos frentes de conflicto que se desarrollan en Oaxaca, a fin de prevenir y denunciar nuevos casos de atropello que profundicen la ruptura social en ese estado y en el país.