El País-
Ciudad de México. Por más de tres años, en México se ha hablado de un efecto Club de Cuervos. El primer proyecto en español de Netflix ha llegado al tuétano del mexicano con un cóctel letal: hilaridad, fútbol y corrupción. Esta mezcolanza ha llevado a la serie a un alto nivel de popularidad que no se mide necesariamente por el número de reproducciones o de seguidores en Twitter, sino en la cantidad de gente que ha hecho de la ficción parte de su vida. Hoy al equipo del barrio se le llama Los Cuervos. Hoy al ostentoso hijo de algún rico mexicano se le apoda “Chava Iglesias”, como el nombre del protagonista.
La cuarta y última temporada da la estocada en la historia de los hermanos Iglesias que, tras la súbita muerte de su padre, deben hacerse cargo de un club de fútbol. Los novatos en el mar de negociaciones y pactos entre los otros dueños de fútbol les llevan a toda una cadena hilarante de sucesos. En el acto final deben lidiar, otra vez, con problemas financieros, de fichajes, negociación política y de una confrontación directa contra el sistema.
“Para mí la serie no se trata de fútbol, se trata de qué pasa cuando el poder pasa a manos equivocadas. Sí, el fútbol es el pretexto para hablar de esto. Nos ha permitido hablar de la corrupción en el país, de la política, la relación de las televisoras con el fútbol, las relaciones familiares, cómo te relacionas con el poder”, explica en entrevista el actor Luis Gerardo Méndez, quien personifica a Chava Iglesias, el mirrey. Pero, Club de Cuervos se ha planteado como un equipo de fútbol. Según han reconocido sus propios productores, negocian para conseguir uniformes nuevos e incluso patrocinadores como cualquier equipo profesional.
En Club de Cuervos utilizan la risa como una herramienta persuasiva para contar, a veces explícitamente, lo que es México. “Uno sigue eligiendo creer en el fútbol. La verdad es que hay árbitros comprados, jugadores que debutan por dinero. Todo lo que cuenta la serie es real”, cuenta Joaquín Ferreira, el alma de Potro, el prototipo de futbolista argentino. “A raíz de la serie pudimos conocer a jugadores, conocimos sus historias ¡y son reales!”, reitera Alosian Vivancos, el español que da vida a Aitor Cardoné. La serie ha contado, entre broma y broma, el manejo de futbolistas que se convierte en un esclavismo sometido al control de directivos y agentes insaciables.
La serie se ha aventurado a difuminar la línea entre la realidad y la ficción en el fútbol. Enmarañado entre chistes y situaciones absurdas muestran a la mujer dentro de un ámbito cercado por la testosterona como es el fútbol. Y es el caso del personaje Isabel Iglesias interpretado por Mariana Treviño. “Hacerse de un lugar en un mundo de hombres fue su lucha y ella se va cuestionando qué quiere encontrar”, reflexiona Treviño. En el último suspiro de la historia, los guionistas incluyen a cuenta gotas el desdén en la realidad de los amos del balón con el fútbol femenino que se ha profesionalizado desde hace un año y medio. “¿Liga femenil no me chingues?”, recrimina un dirigente en la comedia.
Otro tema tabú, cobijado por la sátira, es la diversidad sexual en el fútbol. En la serie, Aitor Cardoné es perfilado como el jugador de todos los tiempos que juega, por suerte, en México y que asume su bisexualidad, por lo menos, en el vestuario. “Es poco a poco”, dice Vivancos sobre el tema de salir del armario entre los futbolistas profesionales. “El tema es que hay que hacerlo, romper esa barrera”, cierra. En la última aventura de la serie se topará de frente a un personaje que simboliza al conservadurismo y la homofobia, dos rostros de un país que intenta ser progresista.
El universo de Club de Cuervos, como comedia, ha tenido una prolífica campaña mediática y le ha valido para alcanzar cuatro temporadas, un spin-off (La balada de Hugo Sánchez) y un especial (Yo Potro). La historia general se ha estirado lo más posible para incluir los temas de actualidad y manosearlos en su microcosmos. Lo que han ideado desde Netflix ha sido llevar al mexicano a un laberinto de espejos para encontrarse y mofarse de sí mismo.