Jorge Oropeza
La ciudadanización de la vida pública es un proceso necesario en cualquier democracia del mundo. Existen cuatro momentos indispensables para lograrlo.
Primero que nada está el momento de la propuesta ciudadana. Y es que los Gobiernos deben integrar espacios – apoyados en las legislaciones y en políticas públicas claras – para incentivar, acompañar, profesionalizar y recibir iniciativas que surjan de las y los ciudadanos, ya sean simples o estructuradas, que busquen su futura aplicación en beneficio de la sociedad representada. No basta con la figura de iniciativa ciudadana en el poder legislativo. Se deben promover las propuestas de la sociedad civil en los poderes ejecutivo y judicial, así como en órganos autónomos.
El segundo momento se da al estructurar mecanismos que impulsan la opinión popular. Es así como debemos desenredar la realización de ejercicios enraizados como la asamblea y nuevos como la consulta pública, los cuales permiten de manera consuetudinaria o legalmente establecida captar el sentir y pensar de la comunidad gobernada sobre temas que coloca el mismo Gobierno para legitimar decisiones que dividen pero que deben tomarse. Es por ello que el tema de la consulta ciudadana sigue siendo un gran pendiente en el Congreso de la Unión.
En esta ruta de ciudadanización no podemos dejar a un lado el Estado Abierto que, más allá de Gobiernos Federales, Estatales o Municipales, Parlamentos o Cabildos y Presupuestos, permita que la ciudadanía sola u organizada observe, opine, participe activamente, intervenga, modifique y encause leyes, reglamentos, políticas públicas, mecanismos administrativos y en general toda acción de los tres poderes y órganos autónomos. En un Gobierno del Pueblo y en toda Democracia Participativa debe avanzarse hacia estos modelos.
Y el cuarto momento es fundamental, ya que se trata de la sociedad vigilante, en donde los órganos públicos deben incentivar, reglamentar y abrir espacios para que la ciudadanía les observe, reclame, denuncie, corrija, evidencie y en general apruebe o repruebe la actuación de todas y todos los servidores públicos con la finalidad de – siguiendo las rutas institucionales – llegar a incentivar o castigar las buenas o malas prácticas administrativas y actos de corrupción, logrando así el ejercicio de un buen gobierno.