Crimen de Estado

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Pascal Beltrán del Río/Excélsior 

En su ansia por evitar que un nuevo aniversario de la noche de Iguala llegara acompañado del reclamo de los agraviados por no haber resuelto el caso, el gobierno federal produjo su propio relato de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa.

Éste no se distingue en demasiado de la vilipendiada “verdad histórica” del gobierno anterior. Ambas investigaciones concluyeron que los estudiantes fueron detenidos por policías municipales y puestos en manos de un grupo criminal que los asesinó.

La principal diferencia es la manera en que fueron presentadas las conclusiones “preliminares” —usted disculpará el entrecomillado, pero es mi impresión que serán las únicas que habrá—, presentadas el jueves por Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación.

“Crimen de Estado” fue el resumen de esta nueva pesquisa, que se demoró más de tres años y ocho meses, y cuyo origen no se debe a los peritajes criminalísticos, sino a la principal consigna política que se usó para condenar los hechos del 26 y 27 de septiembre de 2014: “Fue el Estado”.

Aunque capturó los titulares de los medios, el concepto de crimen de Estado tiene nulo valor legal. Su principal función en este caso es política. Sirve para disfrazar la incapacidad de cumplir con la promesa hecha a los padres de los muchachos: encontrarlos. A la fecha, sólo se sabe a ciencia cierta cuál fue el destino de tres de ellos, a partir del hallazgo de sus restos.

Por eso no debe sorprender que la reacción de los padres y compañeros de los normalistas no haya sido la que esperaba el gobierno.

“Para nosotros, ésa es una posición política del gobierno que quiere hacer ver que ya cumplieron con Ayotzinapa, que ya está esclarecido el hecho, pero dista mucho de llegar a eso”, afirmó el viernes Vidulfo Rosales, abogado de las víctimas.

“En los próximos días vamos a entrar en una etapa en la que el gobierno va a decir que ya está, que ésa es la nueva verdad, que ya están los resultados de la investigación”, agregó Rosales, quien apuntó que la conclusión de que los jóvenes están muertos está apoyada en un solo testigo, por lo que las pruebas no son contundentes.

“Para decir que ya se sabe lo que ocurrió, estamos lejos”, remató.

Otro tanto dijeron los estudiantes de la normal rural. “Vamos a seguir saliendo a las calles, porque, si vivos se los llevaron, vivos los queremos”, anunciaron en una conferencia virtual que se transmitió por Facebook. “Nosotros tenemos la esperanza de que nuestros compañeros estén con vida”.

Uno puede apelar a la lógica para poner en duda esa última afirmación, pero en lo que tienen razón es que el gobierno —que asumió la responsabilidad de la investigación por encima de la Fiscalía General de la República, que teóricamente es autónoma— no puede dar por concluidos los trabajos de búsqueda ni debe esperar que, con haber impreso la etiqueta “crimen de Estado” en el forro de la investigación, todo el mundo se quede tan tranquilo.

A mí me sorprende que no haya un mayor cuestionamiento al uso de ese concepto.

Un crimen de Estado no es una categoría legal objetiva, sino una idea difusa cuyo significado ha sido y sigue siendo materia de debate en el derecho internacional.

A diferencia de los individuos y las organizaciones, un Estado no puede ser llevado ante la justicia. En México, al menos, no. En el derecho, no hay más delitos que los que están tipificados y no existe, en el Código Penal ni en ninguna otra ley mexicana, tal cosa como un crimen de Estado.

Por desgracia, Ayotzinapa ha sido, desde sus inicios, un asunto judicial que se llevó a la arena de la política. Lo politizó el gobierno de Enrique Peña Nieto y lo politizaron sus opositores, quienes, ya en el gobierno, lo siguen haciendo.

Por eso, el resultado de una “comisión de la verdad”, que encabeza el propio gobierno, no puede ser sino político.