¿DOS O CINCO AÑOS?

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Juan Pablo Morales García

Al abrirse el periodo ordinario de sesiones en septiembre de 2003, una vez concluido el proceso electoral federal intermedio, en el Congreso de la Unión se abría un debate sobre la homologación de calendarios electorales en virtud de la frecuencia con la que acudía la ciudadanía en un espacio de seis años y donde se encontraban grandes asimetrías. Por ejemplo, mientras los electores en el Distrito Federal acudían dos veces en a la urnas en elecciones concurrentes, en Oaxaca los electores acudían seis veces a las urnas en el mismo periodo. Incluso en un mismo año, en el mes agosto, la ciudadanía oaxaqueña definía a sus Diputados locales y dos meses después en octubre, acudían nuevamente para definir presidentes municipales.

Los argumentos para la homologación de las jornadas electorales locales con la federal eran: 1. Ante la fatiga, cansancio de la ciudadanía al estar sometida ante tantas campañas electorales, un menor número de jornadas electorales incentivarían una mayor participación electoral; 2. La organización de las elecciones son costosas por la desconfianza inherente en ellas, más jornadas electorales significan mayor gasto público destinado a su organización, por tanto juntar las elecciones minimizarían esos costos; y 3. La homologación de los calendarios electorales de las Entidades Federativas podía ser un instrumento para distender la relación entre el Legislativo y el Ejecutivo, lo que generaría un ambiente más propicio para alcanzar acuerdos entre ambos poderes, aprobar reformas y consolidar las políticas públicas del país.

En retrospectiva, con evidencia empírica e histórica, se puede observar que la homologación de los calendarios electorales no necesariamente ha fomentado mayores tasas de participación electoral, de hecho las tendencias de alto abstencionismo en elecciones intermedias han aumentado tanto en entidades federativas que tienen jornadas electorales simultáneas como en aquellas que no han homologado sus calendarios. Por ejemplo, las tasas de participación en elecciones intermedias difícilmente han rebasado el 50 por ciento en entidades como Querétaro con jornada electoral coincidente mientras que en Coahuila y otras entidades donde no han homologado las jornadas federales y locales se tienen resultados similares.

El costo de las elecciones independientemente del calendario electoral ha aumentado en los últimos años. En 2012, las elecciones federales costaron alrededor de 14 mil millones de pesos, equivalente a mil millones de dólares, al tipo de cambio de entonces. Mientras que este año costarán cerca de 19 mil millones de pesos. En particular, en aquellas entidades con calendarios homologados al tener que movilizar mayores recursos durante la organización electoral y aumentar el número de funcionarios de casilla e igualar los sueldos y estipendios de capacitadores, supervisores y ciudadanos que organizan la jornada electoral, los costos se incrementan. La alta competitividad en las contiendas ha generado una mayor dispersión del voto que inevitablemente produce gobiernos divididos que aunque muestran un avance en la pluralidad no necesariamente han generado mayores acuerdos y donde el calendario electoral o la jornada electoral nada tiene que ver con los resultados obtenidos. Gobiernos de mayoría y de consenso se construyen desde el diseño institucional y no con un cambio en la jornada electoral.

Ciertamente, en los últimos quince años, los resultados más inmediatos y visibles en las entidades con calendarios electorales homologados, con elecciones simultaneas federales y locales, mejor conocidas como elecciones concurrentes y coincidentes, han sido la generación de incentivos para fomentar el voto en bloque sin diferenciar cargo, así como un “efecto de arrastre” de las elecciones federales y especialmente de los comicios presidenciales que tienden a distorsionar la competencia en los estados. De esta manera gracias a la homologación de calendarios es posible explicar los llamados “Efecto Peje” en 2006 o el “Efecto Peña” en 2012 donde el voto en bloque hacia el candidato presidencial sin diferenciar los candidatos favoreció a candidatos que no realizaron campañas o plenamente desconocidos por el electorado en las entidades del país donde se tenían elecciones concurrentes y coincidentes derivadas de liderazgos nacionales sin importar el contexto local o tener incentivos para la rendición de cuentas a sus electores.

En conclusión, reformar una ley no necesariamente puede representar la transformación positiva de la realidad a la que está destinada. Las reformas políticas de corte electoral son el ejemplo más tangible de la imperfección de dicho mecanismo legal y donde después de cada jornada electoral inevitablemente se buscan ser cambiadas por los partidos a los cuales no ha favorecido el resultado sin importar que los debates hayan sido superados o incluso contraproducentes para el objetivo con que fueron diseñados.

De esta manera, el debate de una reforma electoral sería muy limitado referirlo solo a la homologación de un calendario electoral sin considerar la experiencia y el conocimiento previo de su aplicación y dejar de lado temas no menos importantes como la Consulta a los Pueblos y Comunidades Indígenas para reformar el apartado de los Sistemas Normativos Internos, la regulación de precampañas, la ciudadanización efectiva de los órganos electorales, el uso de los recursos por parte de los partidos políticos, las candidaturas independientes, la cristalización del principio de paridad de género en municipios bajo el régimen electoral de partidos políticos, los administradores municipales, entre otros temas que tienen que ver con la gobernabilidad y no con el simple y llano acceso al poder.

*Politólogo del CIDE, Maestro en Administración Pública especialista en Desarrollo Económico y Político por la Universidad de Columbia en Nueva York.