Mad Max: Furia en la carretera (Australia-EUA 2015) es el mejor blockbuster que se ha visto en años, que digo en años, en siglos. El australiano George Miller (El aceite de Lorenzo, Happy Feet) ha resucitado su saga de los ochentas sobre un futuro desértico, fregado y a su héroe atormentado, que no quiere problemas (pero que los encuentra todos) con resultados que nadie avizoraba.
Tierra, polvo, motores rugiendo al ritmo de la sangre, el agua como una droga a la que no vale la pena acostumbrarse, persecuciones eternas de cacharros infernales salidos y devueltos al mismísimo inframundo, guitarristas zombies de Woodstocks asesinos y ambulantes, sororidad de mujeres fugitivas que buscan un paraíso que han de fabricarse, tripas con tipos pálidos y calvos volando entre remolinos con vocación nuclear, niñas-murmullo-fantasmales e infernales, un villanazo octogenario llamado Immortan Joe (Hugh Keays Byrne, el malvado psicópata del filme original) que invita al sacrificio guerrero al grito de “¡Siempre brillante, siempre cromado!” y la certeza, la maldita certeza, de que allá afuera….”todo duele” y “la esperanza es un error.”
Este Mad Max es acción pura, todo explota, estalla, se mueve, al mismo tiempo que se jode, como una tarde cualquiera en Reynosa, Tamaulipas.
Tom Hardy (sustituyendo a Mel True Mad Gibson en el papel del Max Rockatansky) posee la inmediatez precisa del antihéroe, que siempre dice que no se va a quedar pero que es el primero en cerrar la puerta. Logrando una especie de cruce entre un histrionismo a lo Marlon Brando y la ambigüedad y el nervio del Kurt Russell de La Cosa del Otro mundo (John Carpenter,1982).
Charlize Theron como su Emperatriz Furiosa casi se come la película con su actuación sensible y belicosa de una mujer manca que ha visto al infierno pasarle por encima y que busca redimirse de él.
La batalla campal entre estos dos personajes es de antología, de una violencia que conmueve al mismo tiempo que estimula, con una coreografía que reclama la proximidad del trancazo y los balazos que hay que soltar para que nadie muera.
También esta Nux (irreconocible Nicholas Hoult) un War Boy furioso y moribundo con tumores en lugar de amigos, que reclama su Valhala personal, y que en el viaje accederá al verdadero autoconocimiento gracias a su irremediable torpeza.
Sus “Sean mis testigos”, pronunciado frente a un coro de chicas guapas a las que en otra película seguramente se estaría ligando, es una de esas secuencias que no se olvidan nunca.
En Mad Max hay una demencia que duele y que refresca, una esperanza torcida basada en el simple hecho de que hasta el más encendido apocalipsis hay que encontrarle su pulso, y además está el vértigo, el vértigo de los cacharros explotando, chocando, valiendo gorro, sangrando.
El vértigo del volante como dogma y deidad, el vértigo de un futuro que para términos reales ya parece estar aquí. Más que presente en las ciudades a las que el crimen organizado ya se las pelea como “perlas”.
Parafraseando a uno de sus personajes y con el inevitable agradecimiento al sexagenario George Miller que ha filmado el remake de su propia película (El Guerrero de la carretera, 1981) como un maestro, solo una cosa se puede mirar acerca del sol radiactivo, desequilibrado y vital que este nuevo Mad Max nos propone:
¡¡What a beautiful fucking day!!