Realmente pensé que Christopher Lee no iba a morir jamás, parecía eterno, hecho para permanecer, sobrevivir, verlo pasar todo y a todos.
Blandir espadas, mirar con cara de loco y mantener la suficiente elegancia como para que uno quiera responderle la mirada. Lee era estilo y presencia. Pero también había dolor en él, dolor en ese caminar de dandi en el infierno.
Nadie salió de un sarcófago de la manera como lo hizo, nadie abrió y amenazó con esos ojos inyectados de sangre y esos colmillos que hablaban de espanto. Nadie cimbró tantas conciencias con el mero fonema de su nombre.
Drácula, Frankenstein, la Momia , bucanero y mosquetero de la reina, villano de James Bond con revolver de oro, Jedi del lado oscuro, espadachín medieval, extra en el Hamlet de Laurence Olivier, Sherlock Holmes, hermano de Sherlock Holmes, villano de Sherlock Holmes, nazi fársico y ridículo, sacerdote del culto pirómano, coleccionista de arte senil, papá de WillyWonka, Fu Manchú, Rasputín, príncipe consorte, científico enloquecido, cardenal ladino, florista tierno, sobreviviente de guerra ecuatoriano, brujo desfigurado, Saruman el blanco.
Lee lo fue de todo y sin medida. Con poco menos de setenta años frente a las cámaras, la suya es una de las trayectorias más longevas y significativas de las que se tenga registro.
Con su cara de palo y la propensión al registro hierático, hoy se sabe que la vida del histrión fue probablemente más interesante que las más de doscientas películas en las que intervino, con su paso por el M16 (el entonces naciente servicio secreto británico) en la segunda Guerra Mundial, cuyas acciones fueron clasificadas de confidenciales no precisamente por su aporte inofensivo.
Peter Jackson, el director que le dio en la trilogía de “El Señor de los Anillos” el papel de hechicero corrompido por el poder que devolvió al actor a sus fueros a los 79 años, relata en una sentida carta de despedida que Lee era un renacentista completo.
Jackson califica a su amigo de políglota modesto, hombre de mundo, cantante esmerado y excelente narrador. Se trata del mismo Lee que el día que Jackson cumplió cuarenta años (Saruman ya tenía ochenta), le dijo que ahora era la mitad de hombre que él.
“Ser la mitad de Christopher Lee es más de lo que podía esperar, él era un caballero en una era en la que ya nadie valora la caballerosidad”.
Tim Burton (con quien Lee hizo cuatro películas) y Jackson le dieron chamba a Christopher como un favor a ellos mismos, pues eran, son fanáticos de sus películas de vampiros y monstruos en las que el histrión británico encarnó siempre el refinamiento del perdedor, del marginal condenado a remar en un río en el que representaba al villano hecho a fuerza de su instinto de sobrevivencia.
Sus engendros descocados de la productora Hammer fueron la encarnación del monstruo sin tierra, de esa anormalidad que hay que exterminar para que todo lo falso e idílico vuelva a cohesionarse en paz. La de aquellos a los que hay que borrar para que los buenos puedan vivir tranquilos en su postal de cuerpo y paja.
Monstruo sin tierra retorciéndose con una estaca en su corazón o hipnotizando a esa chica fofa cuyo insuflo de sangre será lo más emocionante y vital que le pasará en la vida, rescatada al final por un moralista Van Helsing igual de demente que aquello que combate, interpretado por un Peter Cushing con gesto irrebatible que se convertiría a la postre en el Yang de Lee, aunque en el fondo compartieran la categoría de ser las dos caras de una misma moneda.
Especie de Batman y Guasón en un mundo medieval, oscuro y tenebroso que llevarán sus diferencias hasta las últimas consecuencias.
Como “el último de su especie”, calificó Tim Burton a Lee después de enterarse de su muerte. Burton ya había acudido a otro de sus ídolos malditos, Vincent Price, en “El joven manos de tijera”, quien murió demasiado pronto, sin permitirle a aquel visionario de lo profundo y lo bizarro hacer equipo con el ídolo que en su niñez lo acompañara por su destierro interior.
“SleepyHollow”, “El cadáver de la novia”, “Charlie y la fábrica de chocolate” y “Sombras tenebrosas” fueron las películas de las cuales Lee se sentía profundamente orgulloso y que significaron para el creador del mejor “Batman”, “Ed Wood”, “Beetlejuice” y “Marcianos al ataque”, la consecución de su infantil pesadilla de ensueño.
Christopher Frank Carandini Lee, nacido en cuna de oro de una Inglaterra clasista hasta el hartazgo, el único miembro del crew de El señor de los anillos y El Hobbit que conoció en persona al autor intelectual de todo el tinglado, J.R.R. Tolkien, el Sir de la Reina con ojos tristes e incrédulos, el actor encasillado en un mundo de sombras en donde llegó a ser el rey, el tipo elegante destinado a desentrañar engendros, ha muerto hace dos semanas a los 93 años.
Los millones de fanáticos que lamentaron su muerte por las redes sociales solo son un testimonio de que hasta qué punto este aristócrata que le dio vena durante casi seis décadas a los monstruos atormentados, heredero directo de Lugosi, Karloff, Price, Rathbone y John Carradine, les había hablado en su vacío, ese por donde les susurró con gritos y alaridos sobre las posibilidades escapistas de su propio infortunio.
Christopher Lee fue y es glamour negro, pero jamás opaco. La encarnación de la esperanza de nuestras zozobras.
“Los animales no mienten despiertos en la oscuridad, ni lloran por sus pecados. Ninguno de ellos se arrodilla frente al otro, ni ante santos que vivieron hace miles de años. Ninguno de ellos es respetable, pero tampoco es infeliz en esta tierra”.
Declararía el histrión en la piel del calculador Lord Summerisle, del clásico de horror gótico de 1973 llamado El Hombre de Mimbre (dirigida por Robin Hardy) poco antes de prender en una hoguera santificada a un duro e ingenuo policía (Edward Woodward).
Aunque la reflexión bien podría aplicarse a los setenta años de películas de un hombre que nació para monstrear.